por A. Blasborg; ilustraciones por Katy

Viejo (Katy)Feérica repitió el hechizo, concentrándose en las palabras, tratando de alejarse mentalmente de la clase y de los compañeros, y por tercera vez se convirtió en sapo. No fue ni emocionante ni gracioso, aunque el resto de chavales y chavalas estallaron nuevamente en risas, más que nada para humillarla y de paso molestar al profe. El sapo se puso rojo de vergüenza, lo que alentó el regocijo. No sabía dónde meterse; hasta el más torpe de sus condiscípulos –claro que, con certeza, ahora la más torpe era ella– tenía la capacidad de usar aquel hechizo para transformarse en lo que quisiera, pudiendo, los más habilidosos, hacer que fueran otros los sometidos a metamorfosis; Hadesio ya la había transformado en varias criaturas a los largo de los años. Ella era incapaz de algo distinto al sapo. Y allí estaba, sentada en su hoja, esperando que la magia pasara y volviera a recuperar su estilizada figura de elfa. Con un gesto de resignación, levantó la cabeza hacia la rama inmediatamente superior, la que servía de dormitorios, pero en su trayectoria se percató de que en su mesa de trabajo, un viejo nudo de la rama que constituía la clase, aparecían unos signos dibujados con savia, siendo esta inmediatamente reabsorbida por el árbol. Con gran tensión, producto de la agitación que sentía en su interior y de la calma que pretendía mostrar, esperó a que la savia volviera a fluir al exterior y, al cabo de un instante, allí estaban los tres ideogramas nuevamente:

–«Esta noche, a la hora de las luciérnagas, en la raíz del roble viejo»– tradujo al lenguaje corriente.

Se quedó helada –no solo porque fuera un sapo– porque acudir a esa cita significaría incumplir varias prohibiciones. Pero, ¿qué podía hacer? Bueno, en primer lugar, podía fingir que no había visto esos signos; por otro lado, cabía la posibilidad de informar a su profesor; también podía simplemente no ir, ya que ignoraba la identidad del emisor de ese mensaje, que incluso podía no ir dirigido a ella, convirtiéndose así en la receptora accidental de un proceso de comunicación ajeno; incluso podía ser alguna trampa de Hadesio para seguir fastidiándola. Pero entonces la savia fluyó una vez más y esta vez no cabían dudas.

–«Feérica, esta noche. Hermesia.» –decían los ideogramas. Así que todo aquello estaba ocasionado por su tía, la única elfa expulsada del bosque en los últimos cien años por su completa ineptitud para la magia. ¿Cómo podía ser?

Sintió náuseas cuando su cuerpo anfibio se retorció para devolverle su forma original, y se percató de que estaba sola en su clase, incluso el profe Acad Emium había abandonado la rama. Estiró las recuperadas alas y se proyectó hacia la copa del árbol, donde se encontraban los comedores de estudiantes.

Tras una cena frugal –con tanto convertirse en sapo, por su cabeza habían pasado imágenes de apetitosas moscas y suculentas lombrices que revolvieron su vegetariano estómago de elfa– se dirigió a su cama y esperó a que todos durmieran. Se levantó sin hacer ruido –solo por eso ya podía ser sancionada– y abandonó la rama. Tenía que ser muy precavida para evitar a los guardianes, pues el dejar el haya-escuela durante el periodo de educación, obligatoria para todos los elfos y elfas del bosque durante treinta años, significaba un severo castigo que podía culminar en el exilio cuando llegara a la mayoría de edad. Pero estaba decidida.

ElfitaLos primeros vuelos entre los árboles le causaron una terrible impresión; al principio, quiso achacarlo a la noche, a los nervios, al miedo que alteraba sus percepciones, pero poco a poco asumió que el bosque era tal y como lo veía. Un lugar lúgubre, marchito, donde las plantas se retorcían y reflejaban su sufrimiento. Incluso la luz de las luciérnagas parecía más tenue y desesperanzada. Más que maldad, de las criaturas emanaba una insatisfacción resignada.

El viejo roble no se encontraba demasiado lejos del haya-escuela, más o menos equidistante del límite de la foresta, por lo que la elfa no tardó en llegar; aterrizó suavemente, tratando de pasar lo más desapercibida posible, pero tan pronto como posó sus pies, una risa cálida la recibió.

–«¡Feérica, otra vez juntas!»

La joven sintió que los recuerdos se abrían paso como entre una nebulosa pesada y gris, hasta que una tormenta de alegría y optimismo eliminó todos aquellos años pasados en lo que ahora le parecía una cárcel triste y cruel. Sin embargo, cuando la figura de su tía se acercó a ella, no supo evitar dar un paso atrás. ¿Era realmente la de Hermesia aquella forma extraña? Su cabello apenas se podía llamar así, ya que semejaba más bien un conjunto de zarcillos herbáceos; sus manos, antaño finas y delicadas, mostraban unos dedos retorcidos como raíces; su mirada verde parecía reflejar la profundidad de los ciclos seculares de un árbol centenario. Pero, por extraño que pareciera, al mirarla más atentamente, Feérica se liberó de todos sus miedos e inquietudes. Era como si todos aquellos cambios hubieran sido necesarios para reflejar fielmente la personalidad de Hermesia.

–Por fin juntas –contestó, y voló hacia su tía.

Tras el reencuentro, el tono de la mujer cambió y se hizo más grave.

–Debemos irnos, Feérica, cada segundo que pasamos aquí no solo aumenta el peligro que nosotras corremos, sino que además significa un segundo más de sufrimiento para el bosque.

–¿Adónde iremos? –susurró, confiando ciegamente a pesar de no comprender el alcance de aquellas palabras.

–Debemos devolverle al bosque su magia –declaró, y en su tono se armonizaban la seguridad y la ternura. Feérica escuchó aquellas palabras como una verdad que venía simultáneamente de muy lejos y de muy cerca: lejos como un olvido involuntario; cerca como la intimidad que conformaba su ser. No obstante, tras aquellos maravillosos instantes, no supo prevenir una inquietud que brotó espontáneamente de su boca.

–Pero, tía, yo apenas puedo hacer magia, y siempre equivocada, y tú…, bueno, tú…

Hermesia la miró con picardía y comenzó a reír.

–¡Yo fui expulsada por inepta! –exclamó con buen humor; mas en su mirada siempre aquella sabiduría–. Sí, Feérica, en aquel tiempo yo era como tú; ninguno de mis hechizos obtuvo jamás resultado alguno en tantos años de aprendizaje. Pero podía sentir las plantas, su dolor, su decepción, su hambre, su falta de vitalidad, y comprendía que algo sucedía. Por eso me marché, aunque ellos digan otra cosa. Y he descubierto cosas importantes. Cosas que a algunos no les van a gustar, pero que deben ser cambiadas –la mujer elfa se había dado la vuelta y comenzado a caminar con la misma determinación que había conferido a sus últimas palabras. Feérica se lanzó tras ella, esperando que continuara hablando, pero su tía no añadió nada más.

De pronto se detuvo, se agachó junto a un arbolito endeble y comenzó a cantar. La muchacha observó con una admiración creciente como el árbol recibía aquellas palabras; no podía comprender el significado, pero de alguna manera sabía que aquella música era el árbol. La respuesta de este la dejó embelesada: no pudo apreciar los detalles, los sutiles cambios que se fueron realizando, pero, en un momento dado, ante ella apareció una planta que solo podía definir como la planta. No había habido transformaciones espectaculares, no había florecido de pronto ni crecido dos metros; simplemente, al mirarla ahora parecía más ella misma, más viva, más confiada, si es que se podía decir así.

Feéica tardó unos instantes en comprender que su tía había dejado de hablarle a la planta y se dirigía a ella.

–Hubo un tiempo en que todo era así; los elfos conocíamos las plantas y las amábamos tal como eran, les cantábamos cuando lo olvidaban y a eso se llamaba magia; pero muchos, encabezados por Plutnios, el abuelo de Hadesio, no estaban satisfechos con esta relación. Descubrieron que las plantas también obedecían si las hablaban de otro modo y trataban de crecer como ellos les ordenaban, aunque no fuese su naturaleza. Al principio todos se congratulaban con ese poder, e incluso muchos formaron bellas estructuras que competían en delicadeza con las originales. Pero en ese camino se perdió la antigua sabiduría, sustituida por los nuevos conocimientos fragmentarios que les proporcionaba la información obtenida de sus experimentos. Desconectadas del sentido primigenio, las palabras adquirieron nuevos significados que se adaptaban a nuevas relaciones, y pocos se dieron cuenta del enorme empobrecimiento que causaban en general, aunque en verdad no todo era desechable. Los menos, aunque plenamente conscientes, fueron tan mezquinos que redoblaron sus esfuerzos por obtener el control a toda costa. Y lo obtuvieron. Hoy el bosque agoniza, y los elfos se afanan inútilmente en memorizar una magia pervertida y perversa.

Las luciérnagas irrumpieron de pronto en el lugar, agitadas en extraños vuelos que Hermesia estudió con atención.

–Te han descubierto –dijo al fin–. Y supongo que ya saben de mí. No te preocupes. Ahora debemos volar. Vuela, Feérica, vuela, porque somos la última esperanza –aseguró, e incluso mientras pronunciaba las fatídicas palabras, la ternura colmaba su mirada.

Ambas elfas se lanzaron a un vuelo vertiginoso en la noche forestal. La joven se dio cuenta de que su camino les conducía paulatinamente el centro del bosque, a las montañas por cuyas laderas descendían los mil arroyos y torrenteras que luego se unían en las cavernas para dar origen al padre Eshguever, el río cuyo curso nutría toda vida en la comarca. Allí, en aquella red de cuevas, dormía su sueño Algaïa, madre del bosque y diosa de los elfos. A Feérica no le costó mucho comprender cuál era su objetivo. El temor entumeció un poco sus músculos y perdió velocidad.

-¡Adelante, mi niña! –alentó Hermesia, y ambas reanudaron la huída.

No les fue fácil encontrar el camino en aquel dédalo de túneles oscuros. Muchas veces erraron y otras tantas cantó Hermesia para volver tras la pista. Y siempre tenían la impresión de que una presencia les hostigaba, cada vez más cerca. Cuando al fin llegaron a la cámara de la deidad, Feérica se descubrió conteniendo el aliento.

–¿Cómo vamos a despertarla? –lo preguntó simplemente para romper el absoluto silencio del lugar, que parecía desierto y abandonado desde hacía eones. Solo una lápida de un material extraño se elevaba unos centímetros sobre el suelo. Para su sorpresa, Hermesia se la quedó mirando intensamente.

–¿Despertarla? Pero Algaïa ya está despierta; ¿cómo si no sería posible la vida? –ambas sumaron entonces su silencio al silencio ancestral, mientras aquellas palabras se filtraban en la mente de la joven y desencadenaban su sentido.

–No vamos a volver –y aquello era una afirmación, no una pregunta.

La expresión de su tía le ayudó a asumir aquella verdad.

–Algaïa está viva y despierta; ella no es la culpable de lo que sucede y tampoco es su misión resolver nuestros problemas. No, Feérica, somos tú y yo, y después otros y otras quienes debemos resolverlos. Llevará tiempo, y no será fácil, porque el trabajo es duro y porque hay intereses contrarios que tratarán de impedirlo; algunos porque piensan que llevan razón; otros por simple costumbre; unos pocos por maldad. Y volverás, Feérica, como yo he vuelto a por ti, pero antes debes aprender la verdadera magia, y buscaremos a esos otros que son ineptos para esta hechicería corrompida, y les enseñaremos, y algún día nuestro bosque volverá a ser lo que fue.

La muchacha miró a su tía en medio de sentimientos contradictorios. Abandonarlo todo, un futuro inmediato de esfuerzo y una lejana recompensa de sabiduría y de sueños que se hacen realidad. Pero, ¿y el dolor actual del bosque?

–Lo siento, Hermesia –comenzó. Las palabras no le venían con claridad, aunque sabía lo que quería decir–. Lo siento. Sé que ahora no podría reparar ni el más pequeño de los problemas, pero no puedo esconderme y esperar mientras me preparo. No quiero ocultarme durante años, obligándome a ignorar todo el sufrimiento que he visto. ¡Tengo que hacer algo ya! –gritó, suplicando la comprensión de su tía.

El abrazo de Hermesia la pilló desprevenida.

–Sí, mi niña, no tendrías un corazón de elfa si no te sintieras así –sonrió con añoranza–. De acuerdo. Esta vez no serán años los que aguarden mi retorno. Solo te pido un poco de paciencia y de confianza, además de tu ayuda; sí, Feérica, pronto…

Las voces interrumpieron sus palabras; no eran muchas, pero su tono seco y cortante las identificaba sin lugar a dudas. El hechizo de rastreo las golpeó en el pecho como algo físico y paralizó su respiración. Las habían descubierto y pronto estarían allí.

Contra toda esperanza, una voz muy pequeña se hizo oír en la cámara; suave y certera, apenas rozaba los vocablos del hechizo, estos retrocedían avergonzados. Feérica ignoraba de donde venía aquella cadencia, solo sabía que brotaba de sus labios como un torrente inagotable, y se ruborizó cuando notó que Hermesia la contemplaba con una admiración llena de cariño. Entonces las dos voces se unieron y la lápida de la cámara pareció cobrar vida; se retiró lentamente, revelando una entrada por donde ambas pasaron.

Cuando seis elfos llegaron a la caverna, la hallaron vacía.

Las noticias tardaron en llegar al haya-escuela, pero incluso allí lograron penetrar. Desde el mismo corazón del bosque, una antigua magia regresaba para colmar de vida a cada ser; no los transformaba, no los domeñaba, solo parecía liberarlos, los alentaba a ser ellos mismos y a alcanzar su propia perfección. Una tras otra, primero aisladamente, luego en pequeños grupos, las alumnas de la escuela desaparecían una noche y días más tarde se las vislumbraba en un claro, en una espesura, apenas unas sombras que marchaban dejando tras de sí una vida renovada.

Puede volver al índice de Lee Los Lunes nº 2 dando clic acá.

2 pensamientos sobre “El canto de Hermesia

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.