Enemigos íntimos
por Kathy
Pero, esta vez, no iba de farol;
al día siguiente se afanó una cuerda
y, en lugar de rezar una oración,
mandó el mundo a la mierda…
El flaco se ahorcó el martes 8 de febrero, a las 11 de la noche, con la chalina que le tejió su madre hace 25 años. Según el parte policial, un par de horas antes tuvo sexo con Lili Marleen, una prostituta de 28 años y dos kilos de siliconas encima. La pequeña y oxigenada Lili le dejó un corazón dibujado con lápiz labial en el espejo del baño, y olor a aceite de cocina en sus sábanas desteñidas. Se encontraron dos copas al lado de su cama, una de ellas rota, y una botella de un cabernet sauvignon. Antes de eso, compró dos kilos de lomo fino en un supermercado y se los dio a su perro, que vomitó antes de terminarlos de comer (seguro eso pasa cuando se da carne fina a un estómago acostumbrado a buscar entre la basura de los chifas del barrio chino). El caso es que, salvo el hecho de que ganara cinco mil dólares al apostar diez verdes al rojo 16 de la ruleta del Altlantic, todo lo demás sucedió como el flaco dijo que debía suceder. El flaco era un hombre de palabra.
El día que el flaco decidió morir, me lo contó. Bebíamos en un bar escondido en medio de la avenida Lampa. El olor a urea de sus esquinas se confundía con el olor a cigarro, a pasta, a miseria y a tristeza que emanaba cada una de sus mesas. De pronto, dijo que se había dado cuenta que era hora de morir. Pensé que era el inicio de otra de sus historias fantásticas y a penas atiné a seguirle la corriente. Le dije que si seguía fumando con el mismo desquicio con el que apuraba las cervezas que nunca pagaría, sería el cáncer al pulmón y no él quien decidiría la hora de su muerte.
Como siempre que hablaba en serio, ignoró mis comentarios. Debí darme cuenta entonces que no era otra de sus historias fantásticas, pero no le presté atención: ese día había peleado con mi editor y la publicación de mi próximo libro estaba en suspenso. Quería contárselo al flaco, pero él tenía su mente ocupada en asuntos menos terrenales. Empezó a hablar de lo que había dispuesto para sus últimos días: llevaría a Lili Marleen a su cama por última vez, le daría una buena comida a su perro, compraría una corona funeraria –por si no me avisaban a tiempo, no quería una tumba sin flores– y robaría un cabernet sauvignon de la taberna del gordo Queirolo. Pidió dos cervezas más mientras se atoraba con el humo del cigarro, mientras yo sumaba cuánto me costaría esta borrachera con el flaco: ya íbamos por la tercera caja.
Salimos casi arrastrándonos y es poco lo que recuerdo desde la puerta de la taberna hasta mi casa. Solo sé que el flaco se fue a la suya con la pequeña Lili y yo me arrastré como pude hasta mi cuarto. Dormí todo el fin de semana. A los dos días me llamó la Marleen, llorando, a contarme que el flaco había cumplido su palabra y había que a enterrarlo.
Lili estuvo con él hasta las 10 de la noche. Dice que fueron juntos a comprar el vino. Al parecer el flaco había vendido su guitarra y sus libros de poesía. Tenía como cincuenta dólares, según Lili. Dice que el flaco compró dos kilos de carne, una caja de habanos y entró al casino como si fuera su casa. «Pierdo los diez dólares y nos vamos», había dicho a fuerza de costumbre. Y apostó al eterno rojo 16. ¿Por qué siempre al mismo rojo 16, flaco? Nunca se lo pregunté, ¿debí? El caso es que, como nunca, la suerte del flaco fue buena: sacó cinco mil dólares de un tiro.
Lo que sigue de la historia no puedo contarlo con exactitud porque Lili llora y se ahoga cada vez que lo cuenta, y el empleado del casino se limitó a decir que el flaco ganó, recogió su dinero y se fue. Pero, conociendo al flaco más de 20 años, y con lo poco que le entiendo a la pequeña oxigenada, creo que él pensó que después de apostar más de 20 años al rojo 16, ganar la ruleta era una señal de que podía ir en paz.
Según ella recogieron el dinero, fueron a la taberna del gordo Queirolo, compraron el cabernet sauvignon e hicieron el amor más escandalosamente que de costumbre. El flaco estaba feliz, dice, y le dijo que regrese al día siguiente porque tenía algo para ella. Lili tuvo que regresar dos horas después. La policía la llamó para que interrogarla, pues la vieja que le alquilaba cuarto al flaco lo había encontrado colgado de una vieja en el baño, con la vieja chalina enredada en el cuello. Estaba morado pero sonriente y escuchando a Spinetta a todo volumen.
Las lágrimas de Lili inundaban la taza de café con su rimel barato. Las pestañas postizas no soportaban su dolor y caían directo a navegar al mar negro. Al contrario, el café aguantaba todo. Me contaba que la policía solo le había dado tres mil dólares, que se habían tirado el resto. Yo la escuchaba solo porque quería seguir hablando del flaco. Quería sentirme menos culpable de su muerte. Aunque, pensándolo bien, no había nada que pudiera hacer al respecto: el flaco era un hombre de palabra. Y así lo demostró cuando llegó el carro de rosatel al cementerio, llevando la corona de flores que el flaco pidió el ocho de febrero a las 10.30 de la noche, mientras ponía su único disco de Spinetta en un desvencijado reproductor.
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