Tierras oscuras. Claves de sangre
por Valle
«El destino se extendía ante sus ojos, un futuro único e inevitable, las sombras le esperaban.
Una sola palabra y no volvería a ser la misma.»
El reloj del móvil marcaba las ocho y media de la mañana cuando un golpe violento y el chirrido de las ruedas al chocar contra el suelo indicaron que habían tomado tierra en el aeropuerto de Madrid.
Keyra se levantó perezosamente del asiento y, después de recoger su mochila de mano del portaequipajes, se dirigió hacia la salida, mientras los pensamientos vagaban libremente por su cabeza.
Habían pasado catorce años desde que su madre y ella se mudaran a la ciudad de Los Ángeles, cuando apenas tenía cinco años. Su madre había encontrado trabajo como directora artística en una cadena de museos de arte hispano, un proyecto ambicioso que impulsaría su carrera a lo más alto, algo que no podía desaprovechar.
Durante los primeros años, todo había transcurrido con total normalidad, pero una noche, cuando su madre regresaba del trabajo, se vio implicada en un aparatoso accidente de tráfico que le provocó la muerte unas horas después. Desde entonces, Keyra había tenido que permanecer en una casa de acogida hasta cumplir los 18 años, ya que tanto sus abuelos como los agentes sociales habían considerado malo para ella un cambio tan radical en aquel momento.
Durante aquellos años, Keyra, a pesar de no haber vivido mal, nunca había llegado a congeniar totalmente con los demás, se sentía fuera de lugar, lejos del hogar.
Hacía unos meses, al cumplir los diecinueve, sus abuelos maternos, Marimar y Andrés, le habían propuesto ir a vivir con ellos, lo que, unido a su deseo de regresar a España y estudiar Historia y Arte Hispano, le había empujado a aceptar, sin saber que esa decisión regiría el destino de muchos y el de ella misma.
Keyra se colocó bien la mochila y avanzó por la terminal esquivando carritos, niños y cientos de personas más que iban y venían de un lado a otro buscando puertas de embarque, facturando maletas, o simplemente pasando el rato en alguna de las innumerables tiendas abiertas a lo largo de los pasillos.
Una vez recogidas sus pertenencias y pasado el control de aduana, Keyra buscó a sus abuelos entre el gentío. Finalmente les encontró en una mesa de una cafetería cercana; su abuela se había puesto de pie y le hacía gestos con la mano. Keyra sonrió, saludo y se dirigió hacia ellos.
Tras unos minutos de continuos abrazos, besos, y después de degustar un buen café, durante el cual Keyra tuvo que contar hasta la más minima incidencia del viaje, cosa que le llevó algo más de una hora, cargaron todo el equipaje en un carrito y salieron del aeropuerto.
La tarde estaba bastante avanzada, una enorme nube negra cubría el cielo y estaba lloviendo intensamente; corrieron lo más deprisa que pudieron, hasta llegar a un viejo Renault Megane de color azul.
Cuando llegaron, y a pesar de tener paraguas, estaban totalmente empapados; Andrés abrió rápidamente el capó y metieron, no sin esfuerzo, todo el equipaje dentro. Finalmente se pusieron en marcha.
Esa noche la pasaron en un pequeño hostal que habían alquilado a las afueras de Madrid; no era gran cosa, pero al menos tenían una habitación.
Tras una cena bastante simple, y después de ver un poco la televisión, sus abuelos no tardaron en dormirse, mientras ella leía una revista de moda que había encontrado en uno de los cajones de la cómoda, hasta que finalmente cayó en un profundo sueño.
Aquella noche soñó que se encontraba en unos acantilados, las olas rompían con fuerza contra la pared muy lejos bajo sus pies, hacia frío y la lluvia caía con fuerza. Aquel sitio le resultaba familiar, aunque no recordaba haber viajado nunca a un lugar parecido; luego todo se volvió confuso, las imágenes y sonidos pasaban por su cabeza a toda velocidad, empezó a marearse y a notar que caía y caía aunque nunca llegaba al suelo.
Keyra despertó de golpe, lo que hizo que se diera un golpe contra la mesa sobre la que se había quedado dormida, tardó unos segundos en saber qué pasaba. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, se puso de pie y fue hacia la ventana. Fuera, seguía lloviendo y no parecía que fuera a parar; de pronto, un rayo iluminó la calle. Al otro lado de la carretera, la silueta de una persona paseaba tranquilamente, como si no le importase la tormenta que arreciaba con fuerza. En un momento parecía que estaba mirando fijamente hacia su ventana; Keyra se agachó y abrió un poco la ventana pero, cuando miró otra vez, no había absolutamente nadie. Se asomó un poco mas, pero lo único que consiguió fue mojarse la cabeza. Rápidamente cerró la ventana y corrió la cortina; a lo mejor se lo había imaginado.
Keyra miró el viejo reloj de pared que en ese momento marcaba las cuatro y veinte de la mañana y el sueño le volvió rápidamente. Después de un bostezo, se echó en la cama y se quedó dormida de nuevo. No volvió a soñar.
Al día siguiente, cuando despertó, sus abuelos ya habían recogido parte de su equipaje y se disponían a bajarlo al coche. Tras un «buenos días» mezclado con un sonoro bostezo, Keyra se levantó y, después de asearse, recogió todo en la maleta y bajaron al coche. Hacia mucho frío y el cielo estaba bastante gris y, aunque no llovia, parecía que empezaría a hacerlo de un momento a otro; rápidamente metieron todo en el coche y entraron de nuevo en el hostal para desayunar.
Tras reposar un rato, iniciaron el viaje de vuelta. Marimar y Andrés vivían en una casa a las afueras de un pequeño pueblo llamado Sta. Mº de la Cueva, cerca de las montañas, a unas seis horas de Madrid.
Keyra se recostó en el asiento y sacó un libro que le habían regalado por su último cumpleaños, y se dispuso a leerlo.
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