Algunas personas
por Tomás Sánchez Asenjo
Nunca debí haberlo dicho.
Lo tengo observado. Cuarto de hora después de partir el tren, han comenzado a comer. Las monjas siempre actúan así. Son dos. Están sentadas frente a mí, al lado de la ventana del compartimento. Ofrecen una bolsa abierta, con magdalenas, a los siete viajeros restantes. Una bolsa enorme. Seguro que contiene, al menos, dos docenas.
Los niños miran a su madre; asiente ésta levemente y toman una. Su madre, claro, es la señora que viaja a mi lado.
Las monjas arrancan pequeños trozos con los dedos que llevan mansamente a la boca. Mastican despacio. Un pellizco más. Limpian cuidadosamente las migas que han caído sobre los hábitos. Recuerdan a dos gorriones. Al terminar hacen tres dobleces al envoltorio y lo introducen en una nueva bolsa.
Estaba cansado. Muy cansado. Las habitaciones de los hoteles no suelen resultarme agradables. Ésta se me cae encima por momentos. Dios mío… cómo se puede colgar ese cuadro encima de la cama.
Los niños esparcen migas por doquier. Comen y a la vez observan todo con los ojos muy abiertos. Supongo que tendrá unos siete años el mayor. Creo que solo dos el otro. La señora vuelve a arrinconarme pues necesita sacar del bolso pañuelos de papel para limpiar las manos de sus hijos. Está muy pendiente de ellos. Una buena madre. Es simpática y también caderona. Una anatomía superlativa.
Junto a las monjas se sientan un chico y una chica. Ella lee con poca convicción un manual de Derecho Romano. Estudiante. A su lado, veintipocos años, el chico. Barba de tres días, camiseta de color gastado. Puede que la camiseta viniera así de origen. Cabello alborotado. Tal vez un cooperante que vuelve a Madrid. Chico ONG.
Joder… A ver si duermo cuatro horas, al menos. Mañana siete horas de tren y en casa. Ella me lo repite cada vez que tengo que venir: «Esa manía tuya de no conducir…». No me gusta ese tren. Lo conozco. Para hasta en los apeaderos. En fin, apagaré la luz. No veré el cuadro.
Se sienta al lado de los niños, muy apretado, un señor que tiene úlcera de estomago. El bigotito muy perfilado. Repulido. No sé por qué, este tipo me parece que es funcionario de una Diputación Provincial. De vez en cuando, comprime los labios, cierra los ojos y parece subirle un eructo sordo hasta la garganta. Después relaja la expresión y se pasa un poco la mano por el vientre. Lo dicho: úlcera.
El cooperante y la chica, cada vez más risueña, conversan. Se miran fijamente mientras lo hacen. La señora se levanta: los niños necesitan ir de nuevo al servicio. Vuelve la familia. El señor, con úlcera y todo, se ha quedado dormido. Parece tranquilo ahora. Puede que este hombre solo sea feliz cuando duerme.
No sé de dónde coño me vienen estas ideas. Las cosas no van bien. Demasiadas discusiones. Debo tener, por ahí dentro, una zona oscura, tenebrosa. ¿Dónde, si no, nacen estos pensamientos? Estoy echado, rumiándolos. Los regurgito. Se han afirmado; casi parecen sólidos ahora. Me envenenan y, sin embargo, siento un placer ambiguo.
He dormido un par de horas, parece. Cuando abro los ojos veo a uno de los niños que me observa. Quiero sonreírle. Lo dejo. La madre les ofrece agua de nuevo. Ahora lo entiendo: los niños no frecuentan el servicio por algún asunto de próstata. Es el agua. Los niños siempre quieren agua; los bolsos de las madres siempre lo contienen. El sabor del sueño en los trenes es acre.
El cooperante se pone en pie. Se vuelve. Estira los brazos para bajar la bolsa de viaje de la chica. Su camiseta sube y deja ver buena parte de una pistola de color negro con el cañón metido por entre el pantalón vaquero. En la base de la empuñadura, verdea un pequeño adhesivo rectangular con el escudo de la Guardia Civil. Se sienta de nuevo y deja la bolsa encima de las rodillas de ella. ¿Dije cooperante…? Los tiempos cambian.
Suena la mierda de música de mi teléfono. Ella. Pulso el icono del auricular verde. Pasará por la Estación a recogerme. Estará en la cafetería. Espero paciente el momento de soltarlo. Sé que se acerca. Soy ahora un animal que acecha. Salen de mi boca las palabras. Suenan claras, afiladas. Pulso el icono del auricular rojo y olfateo, casi, la herida. Se me agita la respiración. Un poco más tarde, solo un poco más, seré despreciable.
De nuevo las monjas comen; ahora una naranja. La más joven la ha mondado y ofrece la mitad a la otra. El funcionario se ha animado: también come. Después, ellas bisbisean. El Rosario, supongo. Rezan con esa expresión, exclusiva de las monjas, que indica que así solamente se habla con Jesucristo o con la Virgen María; o con los dos. Una de ellas me informa, sin más, de que se dirigen a Burgos para ver a unas colegas de Orden. Hermanas de la Consolación, dice. Pensé yo que serían Hermanas de María Magdalena. Correspondo: en Madrid tengo mi trabajo, soy Representante de un Laboratorio Farmacéutico y vengo del sur. Asuntos laborales. Todos sonreímos.
La madre se incorpora hacia la ventanilla y asoma un poco la cabeza. La vuelve hacia los niños, –«creo que ya llegamos»–. Su vestido se ha pegado completamente a su cuerpo. Es un trasero casi colosal cubierto por unas bragas grandes, blancas. King size.
Valladolid. Llegamos. La madre arregla a los niños. Se asegura de no olvidar nada en el compartimento. Baja la pareja. Dejamos –buen viaje– al funcionario con sus eructos. Y con las monjas.
Ayudo a la señora a bajar las maletas y los niños y el bolso. También a ella. Ahora que he tomado perspectiva, la madre resulta más atractiva.
Abro la puerta de la cafetería. Allí, al fondo. Me dirijo hacia la mesa. Como siempre, ella llegó antes. Una mano sujeta el cigarrillo, la otra el asa de la taza. Café solo. En otra mesa, cerca, el Guardia y la chica que va a suspender el Derecho Romano beben cerveza. Vaya. Parece que han pegado la hebra.
Me siento –hola, hola– frente a ella. Es una mirada opaca. Da lo mismo. Sé todo. Tengo un poco de plomo en el estómago.
Hubiera sido mejor no haberlo dicho.
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