por MTT

Y es que llega un punto en el que te quedas parado, pensando, sin saber qué decir, pues sabes que sea lo que sea que salga de tus labios, lo usarán en tu contra. Sabes que no hay salida. Sabes que esas miradas que te rodean no van a dejar de penetrarte con el odio de sus almas. Sabes que solo te queda bajar la cabeza, darte media vuelta y pasar a retirarte.

Yo llegué a ese punto ayer. Sí, ayer mismo. Andaba tranquilo, caminando por la acera, y un hombre pasó frente a mí. Me miró de reojo, pude notarlo. No estoy loco, claro que no. O a mí me gusta pensar que no. En sí, me gusta pensar. Bueno, ya, que siempre me desvío. Dicho hombre, como andaba comentando, se sentó a pocos pasos de distancia y sacó un libro de su bolsillo. No era un libro pequeño, solo era un bolsillo muy grande. Se colocó los lentes segundos después de la acción anterior y, tras abrir dicho elemento, fingió lectura. Digo que la fingió porque yo sabía que su atención iba hacia mí.

–¿Qué quieres? –pregunté tras acercarme a él. No me gusta que me miren.

El hombre levantó la mirada y, con notoria intriga, cerró el libro manteniendo su dedo medio dentro de aquel, separando las páginas para no olvidar dónde se quedó, y me miró fijamente. Se mantuvo callado, como esperando a que yo me explicara. Se vio que no me entendió.

–No crea que no he notado que se la pasa mirándome.

–No le veo, señor. ¿De qué habla? Solo vine a leer.

–Al parque, ¿no? ¿Quién viene a leer al parque? Usted a lo que vino es a robarle a alguien. Y si cree que yo seré su víctima, está equivocado.

–¿Pero a usted qué le pasa?

Di un paso más, armándome de valor, para explicar mi punto. Sin embargo, algo me detuvo; una mujer con su hija, rondando la primera los cuarenta, se acercó con notoria molestia a preguntarme qué hacía gritándole a ese ancianito.

–A ver, ancianito tampoco es. Yo le calculo máximo setenta años.

–76 –interrumpió el señor, quien no sacaba el dedo del libro.

La mujer me levantó la voz. Según ella, «no puedo andar por la calle diciendo que todos querían robarme». Yo no había dicho nunca que todos querían robarme. Solo dije que él. Estaba claro que ella asumió que yo hablaba de todos porque se dio por aludida. Estaba claro que ella era su cómplice. Le grité que era una ladrona y que seguro también había raptado a esa niña. ¿Cómo no lo vi antes? Mujer blanca, rubia, de ojos verdes, y una pequeña morena de cabello negro con ojos café oscuro. Estaba más que claro. Eran un par de ladrones y secuestradores. O quizá solo secuestradores. Sí, quizá eran eso. Quizá no querían robarme, ¡querían raptarme y torturarme! La cosa se ponía cada vez más tensa.

Nuevamente, cuando estaba a punto de tomar la justicia por mis manos mientras me acercaba a la mujer, llegó alguien más a detenerme. Esta vez se trataba de un grupo de adolescentes, que me llamaron la atención por meterme con un «adulto mayor y una pobre madre joven». ¿Qué clase de adolescentes defienden hoy en día a un viejito y a una señora? ¡No eran más que cómplices de ambos!

–Señor, a ver, yo vi cómo este hombre solamente se acercó a la banca, tomó asiento y comenzó su lectura. ¿De dónde es que saca usted que esto es un complot y queremos raptarlo y torturarlo? ¿Qué clase de información tendría usted para darnos? –El mayor de la pandilla que interrumpió al último se colocó frente a mí, cubriendo a todos, mientras decía estas palabras.

Ahí noté algo curioso: ¿«Información para darles»? ¡Así que me querían sacar información! Yo no había comentado eso antes. Ahora andaba más que seguro.

La discusión siguió un largo rato. La gente se iba uniendo. Era un gran grupo de personas contra mí. ¿Qué hice para ser víctima de tanto odio? ¿Es que robé algo y no me di cuenta? A veces me pasaba eso… es parte de mi enfermedad. Pero tuvo que ser algo bien valioso para que tantos se hayan unido para raptarme.

Cuando ya era un buen grupo de gente el que estaba en medio del parque, un policía se acercó a poner orden.

–¡Gracias a Dios llegó, señor! Este hombre intentó raptarme, o robarme, torturarme, sacarme información… no sé, aun no estoy totalmente seguro. ¡Pero quería hacerme daño! y todos los presentes son sus cómplices –dije con un suspiro de alivio por su llegada tras arrimar a la multitud, abriéndome paso a él.

El policía me miró con mucha tranquilidad, y con una voz muy pacífica me colocó la mano en el hombro.

–Carlos, ya hemos pasado por esto antes, ¿lo recuerdas? Hace una semana sucedió algo similar. Y la semana anterior, y la anterior. Siempre que llega alguien a sentarse cerca a ti, tienes esa sensación de que te hará daño. ¿Has tomado tus pastillas?

Es cierto, mis pastillas… las había olvidado.

–Eh, sí, sí; claro que las tomé. ¡Esta vez va en serio!

–Carlos, es solo un pobre anciano que busca paz para su lectura. Míralo bien.

A pesar de la cantidad de gente que había, el anciano permanecía solo en un lado, por lo que pude verlo sin problemas tras el comentario del policía. El anciano tenía un rostro bastante apagado. Se veía triste, cansado. Es la mirada que yo pongo cuando no me dejan leer, de hecho.

–Que no, que no. Veo odio en sus ojos. ¡Solo míralo!

El policía se dio la vuelta para ver al anciano.

–Ven, te acompaño a tu casa –me dijo tras comprobar que el hombre tenía más pinta de inocente que cualquiera del parque.

–Pero no dejaba de mirarme. Lo hacía de reojo, pero lo hacía –reclamé con un grito tras soltarme del policía, quien nunca llegó a sacar su brazo de mi hombro.

–¡Soy bizco! –gritó el anciano, interrumpiendo.

Fue ahí cuando llegó el momento del que les hablaba. Callado, sin saber qué decir. Todos me miraban indignados. Yo lo había arruinado. Había estado culpando todo este tiempo a un pobre hombre de 75 años de querer raptarme, robarme, torturarme, etc.

Hice, entonces, lo que debía hacer. Bajar la cabeza, darme media vuelta y retirarme.

Mientras daba mis tan usuales pasos cortos, escuché un ruido. No era un ruido cualquiera; era un disparo. Seguido de eso, un grito. El policía había saltado para cubrirme. La bala iba hacia mí. De parte del anciano, claro.

La gente, asustada, empezó a correr. Entre tanto alboroto, pude escapar. Más de diez muertos, un par de heridos, y yo acá, escribiendo esto para que sepan que no hay que fiarse de nadie y hay que seguir el instinto. Yo sabía que había algo raro en ese hombre; ¡lo sabía! No estoy loco. Bueno, sí, lo estoy, pero me medico para eso, así que, técnicamente, soy un loco controlado. O, bueno, no tomé mis pastillas hoy… pero eso no me quita el buen instinto que tengo. Claro que fallé varias veces antes al culpar a otras personas de querer dañarme, pero… es que, entiéndanme: no me gusta que me miren.

Ojalá alguien lea la carta. Me despido. Ya me vio. Me sonríe. Adiós.

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