Identidad perdida
por Alejandro; ilustraciones de Alba Vergaz
Rumores, discrepancias, infundios, algunos contradictorios, alertaban a todos de la falta a clase de Raquel; lo justificaban o explicaban de forma también contradictoria. Y todos coincidían en la realidad constatada: Raquel llevaba tiempo que deambulaba demasiado y evidenciaba un aislamiento que a alguien le llamó la atención; otros habían intentado acompañarla en su tristeza y ella respondía con evasivas: «Nada, nada, son cosas que nos pasan a la gente normal», era la única respuesta, y a todos preocupaba. La situación se agravó a lo largo de aquel dilatado trimestre que a todos nos pareció no tener fin. Raquel se enquistaba en su angustia, se ensimismaba, se alejó del mundo, porque el mundo, su mundo, lo único que tenía, la venía afectando desde tiempo atrás; otro tiempo, que para ella había sido indiferente, cambió, y le resultó todo un agravio cuando en el instituto alguien filtró el apodo con el que era denominada en tiempos de su infancia; ahora entendía la razón del enfado de su madre cuando a ella por ese nombre la reconocía la chiquillería del barrio. «Raquel, vámonos de aquí», era la orden con que retiraba a su hija de aquello que ya resultaba burlón y que la niña no entendía y siempre la enfrentaba a su madre. «Déjame un rato mas…» solicitaba ella en aquellos trances que la apartaban del gozo, del ensueño, de la creatividad…, todo aquello que en pandilla hace feliz a la niñez de cualquier tiempo y en cualquier lugar, pues la niñez es lo que más nos asemeja a todos, a los otros porque constituye una forma de vida en esta etapa del desarrollo que nos humaniza para siempre, y también, cómo no, nos culturaliza, llevándonos a la cultura de nuestros adultos a través de las normas del juego, de los amigos para siempre, de los eternos recuerdos llenos de bondad, amistad y ternura, que la infancia nos regala. Hay quien dice que el juego es tan necesario al niño como el aire y que la pandilla es una apetencia del niño mejor que su manjar preferido «se olvida de respirar cuando juega en la pandilla»: en ésta se pelea, hace, deshace, rehace amistades de forma continuada… Por eso Raquel no entendía aquello… Pero hoy, ahora, ya emancipada, no está, no cabe su madre, que en tiempos atrás asumía estas dedicatorias agresivas rechinando los dientes y no logrando velar su rabia por aquellas palabras de la chiquillería a la que tanto Raquel apreciaba a pesar de todo. Era superior a sus fuerzas, y ahora le suponía afrontar este regalo tan amargo que le ofuscaba, y siempre en el más estricto silencio… Sus amigas, sus compañeros, todos saben el sobrenombre de Raquel, que cada vez más se hacía oír entre unos y otros, y llegó a constituir la otra naturaleza de la niña, aunque nadie valoró el peligro que tenía este riesgo para ella, para su amiga. El apodo cogía cuerpo y la evocación por algunos había dejado de ser anecdótica y sí incordiante.
Por todo ello, Raquel estaba viviendo una experiencia inexplicable, vergonzosa, se autoculpaba, su autoretrato estaba lleno de lo peor: necedad, rechazo, sin nada de autoestima, y proclamaba su autoculpabilidad sin ningún rubor y siempre en silencio, ausente de lo que la rodeaba, en su mundo interior en permanente autismo que le llevaba a la hilaridad, y era ella quién rechazaba al grupo, al mundo, con la inconsciencia de todos y la emergente preocupación de unos pocos.
La preocupación de Raquel era que nadie lo notase, «ya pasará», se decía en silencio. Siempre tenía excusa para salir del grupo de amigos a pesar de las dificultades que todos, en común, ponían: cercarla, buscar su ayuda para acompañarla, conversar con ella… todo era un plan minucioso en detalles para conseguir que Raquel se abriera. Pero el sobrenombre volaba a diario por el centro, muchas veces de forma espontánea, e incluso entre los «benjamines», porque lo habían asumido, en ocasiones raras, en plan lúdico, y nunca hiriente. Estas incidencias desestabilizaban a Raquel y daban al traste con el plan de ese día. «Mi madre me espera ahora…» era la excusa para zafarse de aquello que parecía un cerco de manos unidas, miradas que decían «¡ahora ya!» y aplaudían en silencio. Ella poco lo aprovechaba, pero siempre «algo queda» y «Raquel no es así» era el comentario final cuando se deshacía aquel cerco de amistad («juntos desde siempre», que era la consigna creada para la ocasión).
Finalizaba el trimestre y la tutora preparó la sesión de preevaluación. Llegó el punto de propuestas «del grupo» para llevar a la reunión del equipo de profesores, y Pilar, aprovechando la no presencia de Raquel, abrió el melón y en un acto de arrojo dijo:
–Yo no sé si la ausencia de Raquel admite explicación, pero la preocupación de todos nosotros es insufrible. Aparte de los resultados, observamos que la niña se aleja del grupo, su silencio denota malestar, y este estado se traduce en desánimo en cada uno de nosotros. Hemos hecho lo indecible por atraerla a nuestro grupo, a su grupo, pero rehuye como gacela herida en el amor propio. Por eso, María, te rogamos que nos ayuden los profesores; házselo saber a todos, estamos sumidos en una tarea ímproba que ya nos ha superado, hazles saber que ya es una obligación nuestra. He aquí el único punto que debéis tratar, es un contenido propio de la acción tutorial. Todos lo agradecemos.
La tutora respondió a la demanda, no con palabras, sino con actitud de preocupación, culpabilidad, y se excusó como único recurso.
–Es la primera noticia al respecto. Creedlo. No sé nada, y no ha sido por desdén hacia vosotros. Observo que habéis llevado a cabo una laboriosa tarea, digna de tener en cuenta, en silencio; habéis luchado por Raquel. Por otra parte, nada hacía sospechar el estado de cosas. He interpretado los silencios de Raquel como exceso de preocupación por superarse, algo temerosa, con miedos infundados, pues su reciente vida escolar no es objeto de ningún reproche. Personalmente, yo estaba satisfecha, pero esta sesión me cambia todo… Quiero ser honesta y no quiero hacer propuestas en ningún sentido, sino que considero la situación con los brazos abiertos y las manos tendidas. Por favor, conjurémonos todos en un corro, entrelacémonos y vayamos al centro con un deseo proactivo hacia Raquel, que ninguno verbalizará. ¡Vayamos ya!
Desde ese momento, la tutora, con su tacto ya conocido por muchos, tocó hilos y palillos por doquier: contactó con Raquel, y logró reunirse con ella esa misma tarde, mas la conversación no trascendió.
Raquel respetó su promesa de cumplir con su obligación, sabemos que con el departamento de orientación la tutora llevó un seguimiento riguroso de la alumna dentro del grupo, y en los recreos vimos pasear a ambas dentro y fuera del recinto, y algunos parecían atisbar síntomas de cambio. Otros no eran tan optimistas a lo largo del segundo trimestre.
En aquel tiempo, las sesiones de tutoría cambiaron: tareas de reconocimiento del otro, ejercicios de creatividad que les hicieron entrar en un mundo ilusionante, sesiones de proactividad para ayudar a los demás a descubrir todo lo bueno que el otro lleva consigo. La recopilación de los cuentos de siempre para el análisis de sus personajes actuó de espejo para verse y ver en otros defectos y virtudes que los habían hecho famosos porque, sobre todo, fueron ejemplos en los que por primera vez repararon, concluyendo que lo singular de cada uno es y debe ser objeto de consideración; sobre todo cuando el personaje principal era presentado como digno representante de una excentricidad que terminaba como ejemplo a seguir, porque había sabido presentarse a los demás con su realidad singular e irrepetible, donde la ternura, la amistad, la pobreza, la sencillez, la entrega… del personaje trascendieron el alma de los lectores. Aquella actividad constituyó un reencuentro con la infancia, una asunción de valores que a muchos hicieron comprender el tono machacón del departamento de orientación, y algunos aprovecharon la ocasión para introducirse en el relato y la poesía, a partir de estos descubrimientos que reinventaban en producciones personales.
La medida, su desarrollo, le fue como anillo al dedo a Raquel. Para ella fue el espejo donde se reflejaba cada mañana la caricia que ella necesitaba para comprender que «su mundo» la enriquecía, que tenía que trabajarlo más, más y más para que se constituyera en ejemplo de constancia, de honradez, sencillez, apertura a los demás, generosidad para todos… porque esto, como en los cuentos, se reflejaría en ella y el esplendor haría sonreír su cara; su buen estado de ánimo ya se estaba implantando en los otros y un fulgor también irradiaba de ella. Procuraba no tomar las cosas en serio, sobrellevar las situaciones que le molestaban, hacer uso de la ironía de Juan, la alegría de Alicia, la vehemencia de Verónica, la empatía de Rubén. Comprendió que todo lo que los demás la brindaban eran herramientas útiles para vivir en la confianza, la consideración, la tolerancia, la paciencia… todo imprescindible para ser honesta, sociable, proactiva, considerada, agradecida… en pocas palabras, atender más y mejor al ámbito social de su persona, en respuesta a su singularidad para lograr la plenitud, la felicidad a la que todo ser humano está llamado.
Y el momento llegó: Raquel fue al encuentro de la tutora y le comunicó su deseo de dirigirse a sus compañeros y también a ella. «He sufrido y hecho sufrir. Pero créeme, no ha sido un capricho tonto de una chica tonta, sino que algo, no sé qué, hirió mi alma cuando volví a oír aquellas palabras de incordio que en mi niñez oía todos los días sin perturbarme para nada. En esta ocasión vi y viví el sufrimiento de mi madre, la malicia de aquella chiquillería, el reproche que me apartaba del juego, el alejamiento del grupo, la incomprensión de los otros hacia el dolor de una madre, las palabras de desaire, ingratitud opresiva que ella soportaba. La fiera herida ante toda amenaza de la ingenuidad, de la sencillez encarnada tras un mundo que presidió mi infancia, que afectó a mi alma sin yo sospecharlo, y que se trasladaba a mi madre porque su madurez le daba la razón para comprender aquello como una agresión descarnada; el odio que anidó, y otros momentáneos episodios se me presentaron en la cruda desnudez. Esta vez, el sobrenombre me llegó en el mismo tono, pero mi madurez me ayudó a la comprensión de la finalidad del otro: zaherirme. Cogí miedo, mucho miedo, de que aquello volviese a la cotidianidad que da el uso abusivo. Y me vine abajo. Un rayo me penetró y se instaló el miedo, la depresión, el temor… No sabía lo que era eso. No lo imaginaba. Libraos de ello –Raquel prosiguió–. Perdona. No quería hablarte de ello. Te he sorprendido.
–Yo estoy para esto –replicó Carmen–. Pero, ¿qué deseas?, ¿cómo puedo ayudarte?, ¿qué puedo hacer yo por ti?
–Agradecer a todos de mi parte vuestra ayuda: un trabajo meritorio que encontró el mayor de los escollos en mí. Yo estaba muy cerrada. Era el terrón de azúcar con gran cohesión que dificulta la absorción, pero mi respuesta, créeme, no fue una testarudez y sí una impotencia. No podía reaccionar de otra forma.
–No te preocupes, los adultos conocemos vuestras reacciones, aunque siempre nos sorprenden. Somos testigos mudos de vuestros cambios. Tan pronto nos pedís ayuda como nos tomáis por entrometidos que pretendemos invadir vuestra intimidad. Preferís el consejo de un amigo a nuestro asesoramiento «un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el precipicio». Pero no es hora de monsergas, y sí de ponernos a trabajar, pues necesitas fortalecer tu vida interior, y la reflexión, la intimidad, la autoestima son medios infalibles para el enriquecimiento y el fortalecimiento que tú ahora necesitas.
Carmen le explicó dos ejercicios válidos y valiosos que sirven de iniciación a la rehabilitación necesaria. Y terminó con una pregunta:
–¿Lo saben en casa?
Raquel fue taxativa en la respuesta.
–No. No quiero que mi madre reviva aquella época tan cruel para ella. No me lo perdonaría. Yo sola vivo estos momentos y voy a encontrar la salida. Tú también me estás ayudando, y es preferible para ella que nada sepa. Sería… Sin embargo –prosiguió Raquel–, te ruego que me des la oportunidad de un momento de agradecimiento para mis compañeros. Han sido unos ángeles, han luchado hasta la extenuación por salvarme, no han podido lograrlo y quiero reconocer su entrega y abnegación a una empresa desconocida para ellos y a la que se han entregado con toda la generosidad. Benditos sean. ¡Cuántas ilusiones perdidas! ¡Cuántas esperanzas malogradas!
Carmen acogió la demanda y organizó una sesión de tutoría para el caso, en presencia de Raquel.
Llegó el día. El silencio llenó el aula. Carmen dio la palabra a Raquel y ésta comenzó.
–No. No hubo sombra de desprecio a nadie en mi falta de acogida. Simplemente no podía. Tenía el alma desgarrada. Es verdad que ninguno de vuestros esfuerzos me llegaba, porque yo no era capaz de atender vuestros ofrecimientos. ¡Mi sincero deseo es que no volváis a soportarlo! Es la mejor gratitud con que yo puedo responder. Vuestro esfuerzo os engrandece. No lo olvidaré. Gracias. Muchas gracias.
Los aplausos fueron por doquier y tuvieron efecto contrario al esperado. Raquel se vino abajo y estalló en lágrimas y sollozos con el rostro entre las manos. Evidenciaba su estado de ánimo.
Alberto se levantó y dijo:
–No, Raquel, no llores, sino vive la alegría que compartimos aquellos días. Solo tú faltabas allí, en aquel corro, en el homenaje que te dedicamos en tu ausencia, pues te hacemos saber que desarrollamos la capacidad de organización y tener iniciativas. Aprendíamos la moral que da el grupo y mucho más. Gracias, Raquel, por todo. Tú fuiste la alerta de que nadie está libre de estas recaídas.
Faltaba poco para el cambio de clase, y Pilar dijo:
–En la próxima sesión continuaremos con las actividades programadas de tutoría, que se dedicarán a los procedimientos en el trabajo independiente. Aprender a aprender es lo mejor que se puede hacer para desarrollar capacidades mentales a través del esfuerzo. A última hora volveremos. Hoy traigo unos ejercicios de frases.
El timbre sonó y el aula sola se quedaba. Cada compañero se entremezclaba con otros colegas en el pasillo. Habían asistido a algo completamente novedoso: ellos habían sido protagonistas de una actividad que llegó al alma con la misma ansiedad que el suelo sediento recibe las primeras lluvias de la primavera.
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