Las dos orillas de un río
por Ferdy
«Maldita lluvia», pensó, arrugando la cara y refunfuñando. Metió las manos con fuerza en los bolsillos de la casaca amarilla, pisando fuerte por la acera. Con gusto se hubiese quedado en la cama, pero aquel día tenía algo importante que hacer.
El cielo estaba completamente cubierto, con un techo de nubes grises y pesadas. Era un día lechoso, sin sombras. Había una especie de niebla difusa, una lluvia fina que no caía sino que se deslizaba por el aire. Al poco rato de estar en la calle le calaba a uno por completo.
El soldado sacudió los hombros, intentando quitarse el agua y el frío de encima. Si no hubiese tenido que cumplir su misión no habría salido a la calle. Estaba prácticamente desierta: los pasos del soldado resonaban en el ambiente silencioso. Llevaba su arma reglamentaria en la cadera, aunque había sacado también el arco, menos efectivo pero más silencioso. Había caballos atados a las vallas delante de las casas y los avestruces y los urogallos de los corrales lo miraron al pasar.
Llegó hasta el río, deteniéndose en la orilla, apoyándose en la barandilla en forma de tubo, mirando hacia el agua, al lado de uno de los tanques abandonados que había por toda la ciudad. Escuchó el rumor de los neumáticos de un coche de plástico detrás de él: se giró, tenso, escondiendo el arco y las flechas a su espalda. El plasticoche lo conducía una mujer madura, de rostro severo, que ni siquiera le dedicó una mirada. El soldado soltó el aliento que había retenido en los pulmones y se colocó el casco alto forrado de plumas blancas. Cuando el plasticoche se hubo perdido de vista el soldado se volvió a girar hacia el agua.
Vio varios patos nadando a contracorriente en el agua, entre los juncos y las pequeñas isletas de barro cubiertas de hojas muertas. En una de ellas encontró a su objetivo: un ragnuk.
No buscaba ése en concreto, sino simple y llanamente un ragnuk cualquiera. Aquél era un maravilloso ejemplar, con el pelaje castaño dorado pegado al cuerpo por el agua, brillante, y el cuerno retorcido del hocico limpio y cubierto de la fina pelusilla gris característica. Parecía una hembra madura, de fuertes dientes, grandes garras y potentes cuartos traseros. Kandara se mostraría muy satisfecha con aquel ejemplar.
El soldado cogió una flecha y la cargó en el arco, tensando la cuerda. Empezó a respirar hondo, lentamente, manteniendo el aire largo rato en los pulmones. Tenía que hacer un tiro certero. Al cabo de unas cuantas inspiraciones y espiraciones contuvo el aliento, tensando un poco más la cuerda del arco, manteniéndose firme. Tenía al ragnuk perfectamente a tiro.
Pero entonces se quedó inmóvil.
Algo en la otra orilla del río llamó su atención.
Al lado de los restos de un carro volcado y quemado, mientras las gallinas picoteaban a sus pies, una figura estaba apoyada en la valla con forma de tubo que había en la ribera del río, mirándole fijamente.
Era un ashax.
Su uniforme sólo era un montón de jirones sobre el musculoso cuerpo del guerrero, pero podían apreciarse los tonos rojos y verdes. Había pertenecido al ejército enemigo, aquél que todavía peleaba en comarcas recónditas y lejanas, luchando más por su honor y su vergüenza que por la victoria.
El soldado destensó la cuerda del arco, sin soltar la flecha, olvidando por completo al ragnuk, que se metió al río a bucear, despreocupadamente. Los dos soldados enemigos se miraron fijamente, con rivalidad pero sin odio, con tranquilidad pero sin calma. ¿Qué hacía allí, a aquellas alturas de la guerra, un ashax?
El soldado levantó el arco, apuntando al enemigo. El otro ser se incorporó al instante, desenfundando su arma de fuego.
Un estampido de bala.
El rasgueo del aire de una flecha.
«Maldita lluvia», pensó.
«Maldita guerra».
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