El ataque de los Conejos Malévolos Asesinos era inminente
por MTT
En una noche tan calurosa y seca, era imposible pensar en una solución al mal que se avecinaba a tal velocidad.
El Comandante Malvavisco se colocó frente a mí, me miró a los ojos y formó en su rostro una sonrisa tan perversa como la de una madre cuando es hora de darle de comer al niño la ensalada.
Busqué en mi mochila mi destapador de inodoro para enfrentar tan terrible acontecimiento, mas solo pude encontrar una inútil pistola.
Apunté al Comandante y, antes de que ambos pudiésemos hacer algo, de la luna cayó una bola de queso hacia él.
Asustado y sin saber qué hacer, miré a los lados en busca de ayuda. Lo único que veía, por el contrario, era una tropa de Conejos Malévolos Asesinos mirándome con odio por haber golpeado a su líder.
–¡Pero yo no he sido! –les gritaba, esperando que comprendieran mis palabras.
El Comandante se levantó, adolorido, y sacó su Rayo de Burbujas. Como acto reflejo a esto, le disparé. Le disparé una y otra y otra vez en la frente, esperando no volver a verle levantarse.
El Pequeño Floffy, mano derecha del Comandante Malvavisco, dio un par de saltos hacia adelante, olfateó a su líder y gritó mientras movía patas y orejas a su tropa «¡El líder está muerto, el líder está muerto!». Se tomó un par de segundos para pensar cuál sería su siguiente movimiento mientras yo, sin poder soportar el dolor que significaba haber matado a alguien, por más malo que éste fuese, me quería morir. Antes de poder pedirle perdón al Pequeño Floffy, éste gritó «¡Retirada, retirada!» mientras se iba corriendo y, junto con él, toda su tropa. Se subieron a su nave y se fueron.
Mi intención era irme y olvidar todo lo ocurrido, mas, al guardar la pistola, recordé que necesitaba cambiar de mochila hacía ya bastante, pues esta era muy pequeña y mis armas no le entraban. Cogí, entonces, al Comandante Malvavisco y guardé todas mis cosas en sus bolsillos y en su boca. Lo levanté de los brazos y lo cargué en hombros, usándolo de mochila.
Tras caminar un par de minutos, no pude más. Lo que estaba haciendo era terrible. Había matado a alguien y, por si esto fuese poco, ¡estaba usando su cadáver!
Dejé mis cosas en el suelo, levanté la pistola y me apunté al rostro.
«Perdóname, Sherlock; ya no puedo más», fueron mis últimas palabras.
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