por Tomás Sánchez Asenjo

Hace ya treinta y dos años y cuatro meses que trabajo como repartidor del Servicio postal del Estado. Soy cartero.

Jamás mi conciencia o mis superiores me reprocharon error alguno en el desempeño de mi labor. Así es. Para mí, siempre fue asunto de la máxima importancia entregar a sus destinatarios aquello que otra persona confió a la Institución a la que sirvo.

Nada me detuvo: ni lo tortuoso de la escritura de un ocupado profesional ni los apenas legibles caracteres que un niño acertó a garabatear. La familiaridad con el vecindario hizo que mi memoria completara, en ocasiones, las lagunas que los emisores de noticias, despreocupados sin duda, incluyeron en sus misivas, y que tanto complicaban mi tarea de intermediación.

No obstante lo anterior, he aquí que una tarde, –éste es el motivo de mi pesadumbre–, tras regresar a casa con mi bolsón de cuero, mi esposa encontró en su interior un solitario sobre.

Inexplicable.

No acerté a comprender cómo aquella carta pudo permanecer allí al final de mi jornada sin ser entregada. Con todo, esto no fue lo peor: guardé el sobre en un cajón. En ese lugar permaneció inmutable durante años. Ni siquiera mi esposa se atrevió a preguntar por la razón del olvido; tampoco a cambiarlo de lugar.

Una mañana, algo que no acierto a explicar me impulsó a examinar contra la luz del mediodía el sobre. Solo una frase fui capaz de comprender. Solo una frase: la que desde entonces me obsesiona; unas palabras apenas cuyo conocimiento yo hurté a una persona porque, de un modo u otro, esa fue mi decisión.

Mi perturbación en aquellos días no conocía límites, pues pronto comprendí que no hay acto sin importancia. Nada es trivial. Nada.

En noches de insomnio lo pude ver: mi decisión construía una cadena causal que se entrelazaba vertiginosamente con otras provenientes de situaciones del todo ajenas a mi experiencia. Ante mí aparecía una tupida red de escenarios milagrosamente alternativos. Yo no sé cómo expresar lo que contemplé en aquellas ardientes noches. Puedo decir que lo que me fue dado comprender era, a veces hermoso y a veces terrible; otras tantas, era una combinación inseparable de ambas cualidades.

Hoy, al despertar, he acertado a susurrar a mi esposa: «yo cambié la historia».

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