por Ferdy

Mire usted, señor agente, yo no evito mi culpa, reconozco que algo de responsabilidad he tenido en todo este desbarajuste. Lo acepto. Pero sólo quiero que entienda que, realmente, yo no he hecho nada. No podía evitarlo, vamos. Ha sido la calle.

No, no ponga esa cara. Deje que le explique.

Todas las mañanas paso por esta calle con la bici, de camino a la facultad. A eso de las ocho menos diez o menos cinco me podrá ver todos los días. No soy un santo, lo sé, pero me considero un ciclista que respeta las señales y las normas de circulación. Soy de los pocos: mis compañeros de la bici por la ciudad suelen ser unos incívicos y merecen la mayoría que les corten los… bueno… que les corten la cadena de la bici, usted ya me entiende…

Pero me estoy desviando del tema. Perdone, perdone, no me mire así, ya me centro.

En fin, que paso por esta calle todos los días, una vez de ida y otra al volver. Y hay días que hago cuatro viajes. ¿Y sabe usted cómo llamo yo a esta calle? La Calle de la Muerte… suena un poco apocalíptico y siniestro, pero es la verdad. Desde hace años creía que la Calle de la Muerte era San Luis, pero he comprobado estos dos últimos años que la verdadera Calle de la Muerte es ésta.

No hay día que no me cruce con coches y furgonetas en doble fila, vehículos que se cambian al sentido contrario para poder sortear a los que están en doble fila, peatones que cruzan por cualquier parte asomándose entre los coches aparcados sin ninguna precaución, camiones de reparto que paran en cualquier sitio, autobuses que ocupan su carril y la mitad del contrario…

Le veo con la ceja levantada y sé lo que piensa: que exagero. Ni mucho menos. Son poco más de trescientos metros de calle, pero me juego la vida sobre mi bici a cada centímetro. Hay veces que he creído ver al comienzo de la calle al viejo esqueleto vestido con túnica negra y guadaña, esperando ansioso.

¡No, no se ría! ¡No me lo invento!

¿Lo de hoy? Bueno, sí, ahora se lo explico. Sólo quería ponerle en antecedentes, para que supiera que lo de hoy no ha sido nada extraordinario. Vamos, que locuras en esta calle maldita las veo yo todos los días. Si lo supiera mi madre no me dejaba volver en bici a la facultad…

Bueno, a ver, por dónde iba… ¡Ah, sí! Yo volvía de la facultad, como le decía, cansado y distraído, eso tengo que reconocérselo. Pero no era para menos, después de toda la mañana de clases, llena de «didácticas», «psicologías», prácticas con libros de texto y clases perdidas a mitad de la mañana, en horas que no se pueden aprovechar… ¿Que qué estudio? Magisterio, el grado, con el plan Bolonia: pero eso daría para otra historia. Otro día se lo cuento…

El caso es que volvía a casa, cansado, con ganas de llegar, darme una ducha y comer. Iba rápido, si a treinta kilómetros por hora se le puede llamar rápido: ¿usted ha visto lo «follaos» que van algunos coches? Creo que ponen demasiadas multas por mear en la calle y pocas a los gilipollas que corren con el coche por la ciudad, pero eso sólo es una opinión personal… ¡Vale, vale, ya sigo!

Pues eso, que entré en la calle ésta, la Calle de la Muerte, desde el barrio Belén, distraído. Y la calle me la ha jugado, poniéndome demasiados obstáculos y dificultades. Yo acepto mi parte de culpa, ya se lo he dicho, pero cuando la mismísima Muerte se pone en tu contra ¿qué puedes hacer para salir indemne?

Mientras pedaleaba, despreocupado, la puerta de un coche aparcado se ha abierto de repente, invadiendo mi carril. Asustado, he girado el manillar, sin poder evitar meterme en el carril contrario, justo cuando un coche venía a toda pastilla. El hombre ha pegado un volantazo, para meterse en el otro carril, el mío, justo cuando yo volvía otra vez: me he salvado por milímetros de que me diera en la rueda de atrás. El caso es que el pobre hombre ha estampado el coche contra uno de los que estaban aparcados en el carril en el que yo estaba.

Me he dado la vuelta para mirar lo que había pasado, menos de un segundo, y cuando he vuelto a mirar hacia delante he visto con mucho miedo cómo un peatón salía entre dos coches aparcados, sin mirar, cruzando la calle con total tranquilidad. He frenado con fuerza y la bici ha derrapado y los frenos han chirriado. El peatón se ha asustado y ha saltado hacia atrás, golpeándose con el maletero de uno de los coches aparcados. He oído que se ha hecho mucho daño… ¿Se ha roto la cadera? Vaya, menuda faena, una lástima…

El caso es que, después de que el peatón se me ha quitado de delante, he soltado los frenos y he pedaleado más deprisa. Tenía miedo, he de reconocerlo, y quería salir de la calle cuanto antes. Estaba cagado, vamos. Entonces, justo cuando me he dado cuenta de que había un coche aparcado en doble fila en el carril contrario, un coche ha salido detrás de él, sin respetar mi prioridad y ha invadido el mío.

Mi madre me tiene dicho que tenga mucho cuidado con la bici, que los coches pueden más que ella, y como yo hago caso siempre a mi madre no he intentado seguir mi marcha por mi carril, en el que tenía prioridad, insisto, y he dejado que el otro coche siguiera haciendo lo que le diera la gana. Según creo ha dado un volantazo al verme y se ha empotrado con el coche que estaba en doble fila: le está bien empleado, uno por aparcar mal y el otro por no respetar la prioridad que yo llevaba en mi carril. Perdón.

Para salvarme de la embestida me he escapado como he podido a la acera, aprovechando el vado de un garaje. He recorrido unos metros por la acera y he vuelto a la carretera por otro vado. La gente de la acera se ha asustado y se han echado unos encima de otros, en plan montón de los sanfermines. Lo siento mucho, pero la gente es una exagerada: yo tenía la bici controlada.

El caso es que he bajado a la carretera otra vez y he podido seguir hasta el final de la calle sin que nadie más me molestara, cuando un montón de gente se ha echado encima de mí, sacándome de la bici y llevándome a la acera, tachándome de culpable y llamando a la policía.

Ya le he dicho que les doy la razón y acepto mi culpabilidad, pero yo no he hecho nada. La única culpa que tengo es la de no haber buscado otra ruta para volver a mi casa sin pasar por esta calle maldita.

¡Y le juro por mis muelas que el esqueleto de la túnica negra y la guadaña estaba en la esquina, señalándome y sonriendo, partiéndose el culo de mí!

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