Princesa
por Carla
Érase una vez la gran princesa Momo.
Momo vivía en el reino de Zuhila, gobernado por su padre, el impetuoso rey Asmathus, y su madre, la hermosa reina Hera.
En este reino se forjaban grandes leyendas, y de sus tierras provenían los invencibles príncipes de los cuentos. Y, claro, en la familia de Momo las cosas no cambiaban mucho de las leyendas.
Era la pequeña de seis hermanos, todos fuertes guerreros:
James, el hermano mayor y general de las tropas Zuhilias.
Patrick, el segundo, y capitán de los jóvenes soldados.
Peter, el tercero en la familia y el mejor cazador y rastreador.
Eric, cuarto de seis, y el más hábil de los arqueros.
Philip, el penúltimo y más increíble guardaespaldas y espadachín.
Y al final del todo… ¡Momo!
Momo quería ser la mejor príncipe de todas, pero su madre alegaba que ella debía ser una princesa. Sus hermanos le habían enseñado muchas cosas para defenderse y ser fuerte, pero según su estricta madre, ella «no estaba hecha para esas cosas.»
Cansada de que sus padres no vieran lo que sus hermanos si habían localizado en ella, decidió convencerles de que podía ser la mejor.
Ahora solo debía pensar cómo.
Y entonces recordó que su hermano James fue considerado un gran guerrero consiguiendo y cristalizando el huevo de un dragón azul.
¡Ahí estaba la solución! A ella le encantaban los animales, y siempre había tenido un don para rastrearlos. Si les llevaba un huevo sin abrir de dragón, ¡no podrían negar que ella era perfectamente capaz de ser príncipe!
Cuando hubo hablado con todos sus hermanos, trazaron un plan:
De noche, James y Patrick entretendrían a sus padres, mientras Peter, Eric y Philip la ayudaban a escapar.
Durante todo el día, Philip le enseñó el camino con un mapa, y le señaló en qué punto del nido de los dragones, el páramo, se encontraban los azules. Debía tener cuidado, pues estos dragones no echaban fuego, ¡escupían hielo!, y podrían congelar toda la pradera.
Esa misma noche, cuando todos durmieron, el plan comenzó a hilarse. James habló con su padre de estrategias militares, mientras que Patrick preguntaba a su madre acerca de los ropajes para una velada. Peter vigiló desde la oscuridad, y Philip llamó a Momo con sumo cuidado. Pero entonces, la madre de los príncipes no pudo contenerse al tener un presentimiento, y se acercó al cuarto de Momo. Eric, pensando rápidamente, escondió a la pequeña en un armario lleno de pieles y abrigos que su madre no soportaba. Él la convenció con sutiles palabras mientras Philip se hizo una bola bajo las sábanas fingiendo ser su hermana. Todo funcionó por un pelo.
Momo siguió su aventura, dejando atrás su hogar y el gran pueblo a través del espesor del bosque, que rodeaba al páramo como una muralla.
Mientras, en su hogar, Asmathus y Hera estallaron en cólera. El rey y ella, disgustados, riñeron a sus hijos, pero estos, uno a uno, afirmaron que pondrían la mano en el fuego por Momo: «Ella siempre ha sido una chica muy fuerte, y tiene el valor para ser lo que quiera, incluso un Príncipe como todos nosotros. Nos ha ayudado en cosas que solo un verdadero guerrero podría hacer.» Y mientras trataban de convencer a sus padres, rezaban para que ella pudiera volver, antes de que partieran en su busca.
Una vez que logró atravesar el bosque, Momo fue en busca del nido del «azul».
Encontró numerosas enredaderas, que eran nidos de dragones menores, esperando encontrar el correcto. Y claro que lo halló: inmensas telarañas de hielo, finas pero afiladas, rodeaban la extensa tierra que conformaba el lugar. La hierba ahí no crecía, solo había capas de nieve y agua helada.
Congelar la tierra que lo rodea… a esto se refería Philip.
Un gruñido sonó por todo el terreno, rebotando por las paredes de roca blanca, y tras él apareció una bestia.
Momo se escondió, asustada, mientras observaba el reflejo del animal: no era gigante como los demás dragones; pero aun así era grande. Sus escamas reflejaban diferentes tonos de azul, y sus ojos brillaban con el rocío congelado de las aguas. Sus alas eran hermosas: como pequeñas plumas blancas y añiles heladas, igual que un ave.
Cuando quiso darse cuenta, el dragón la estaba mirando, quieto, ahí sentado. Ella se tensó, y no se movió lo más mínimo. El “azul” decidió acercarse hasta quedar a escasos palmos de ella, y Momo cerró los ojos.
Pero nada ocurrió. Cuando los abrió de nuevo, vio al animal observarla con curiosidad. Ella alzó la mano despacio, y la bestia, dócilmente, se dejó tocar.
«Qué suave», pensó Momo. «Entonces todas las historias de vosotros, que eráis crueles… son… ¿falsas?»
Un estruendo asustó a ambos.
De repente, unos hombres irrumpieron en el nido: eran príncipes de otros reinos. Momo fue a exclamar algo, pero los otros se adelantaron:
«Mira que tenemos aquí, otra bestia solitaria».
Los humanos no la habían visto, y rodeaban poco a poco al gran dragón:
«Pobrecito, acabarás igual que los demás…»
Una voz dentro de Momo resonó con fuerza mientras el dragón la miraba: «Vete antes de que te hagan daño. Llévate a mi cría, y salid los dos de aquí, por favor».
Imposible, ¡el gran dragón había hablado!
No había tiempo, salió por detrás de él mientras los príncipes exclamaban sorprendidos, y el dragón cubrió su huida, bloqueando a los humanos el paso. Momo buscó el huevo por toda la guarida mientras se oían gritos y gruñidos, y entonces lo encontró: era grande, pero ligero, y completamente blanco. Si no se hubiera fijado en él, habría dicho que era una piedra helada más. A lo mejor por eso los azules helaban todo… para proteger a sus retoños.
Un grito del animal asustó a Momo, que cogió el huevo y salió corriendo. Pero los hombres, tras atar al animal, empezaron a seguirla, dispuestos a conseguir esa cría.
Tras correr mucho tiempo y cuando se quedó sin fuerzas, puso el huevo detrás de ella, decidida a protegerlo. Los hombres la acorralaron, sonriendo vilmente, pero una flecha los alejó de la pequeña.
¡Eran sus hermanos!
Una espada se zarandeó en el aire, y el rey Asmathus bajó del caballo, blandiéndola con fiereza. Los príncipes huyeron despavoridos, y Hera, que había estado detrás de sus hijos, corrió a abrazar a Momo. Se pidieron perdón la una a la otra, y el rey, acuclillándose frente a ambas, acarició la cabeza de su niña, llamándola su pequeña valiente.
Cuando todos se hubieron tranquilizado, un crujido les alertó de nuevo. Venía del huevo y… ¡no podía ser! La cría había roto el cascarón. De los restos, salió un pequeño dragón albino, que miró a Momo de una manera curiosa, para después lamerle la cara.
Ella comenzó a reír, y abrazó al animal con cariño, afirmando que quería ser domadora.
Hera se quedó estupefacta. Y de repente, su padre y sus hermanos rieron a pierna suelta, viendo la cara de la madre.
Domadora… ¿cuántas domadoras conoces? Porque no dentro de mucho, Momo será la más fuerte y conocida, seguro. ¿No me crees?
Díselo a ella, a Momo, la mejor Príncipe de todas.
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