por Ausgusto Blasborg

Iba de cama en cama alegre y despreocupadamente. No sabía cuándo y cómo había comenzado ese camino, pero recordaba que ya de niño, en su casa superpoblada, debía desplazarse un par de veces cada noche, a medida que sus hermanos mayores regresaban del trabajo, cansados y con necesidad de dormir. Por la mañana, despertaba en el sofá. En aquellas circunstancias, no había nada anormal en tal ajetreo.

Pero a medida que crecía, la casa se despoblaba y heredó una cama para él solo; la angustia le impelía a correr al sofá y tumbarse durante varias horas, para volver a su cama antes de que nadie se despertase y notase su actividad.

Cuando tuvo edad para tener amigos con casa propia o alquilada, resultaba completamente natural que una noche, de vez en cuando, le invitaran a quedarse a dormir tras una velada que se prolongaba demasiado. La primera vez, se sintió un poco culpable cuando de madrugada se levantó, salió de la habitación que le habían asignado, y se tumbó, primero en el sofá, y luego en la cama plegable de la habitación que quedaba vacía. Pero la satisfacción que le produjeron todas aquellas experiencias maravillosas acalló sus culpas, y a punto estuvo de entrar en la habitación de sus amigos y tumbarse junto a ellos. Esa vez no lo hizo.

Pero la tentación era demasiado fuerte. Había probado todas las camas de todas las casas de sus amigos, excepto aquellas en las que dormían. Alguna parte de él sabía que todo aquel juego era absurdo, pero entonces era sólo un juego, y la sensación de culpa hacía tiempo que había desaparecido, sustituida por la emoción del reto, del desafío, y del placer que le proporcionaba su cuerpo interaccionando con las camas y sus variados componentes y materiales. De modo que lo hizo.

Reproches, golpes, insultos. No entendía nada. Sólo quería sentir aquella cama, apoyar la espalda, los glúteos, la nuca, las piernas, y conversar con las fuerzas de reacción y de acogida. No le entendieron. Desde aquel día, se terminaron las invitaciones. Se dejó descuidar. Se tumbó en su cama y no se movió durante días, ni siquiera para ir al sofá. Tendido allí, recordaba el pasado e imaginaba el futuro, lo que podía haber sido.

Una broma fácil: podía haberse ganado la vida como probador de colchones; hubiese sido el mejor, con permiso de los profesionales. Pero nada le preocupaba. No podía concebir que debía tener una responsabilidad principal en la vida, como era el trabajo. Cuando al fin se levantó de la cama y abandonó su casa, llegaron los tiempos más duros. No hablaba con nadie. Dormía en los bancos de las estaciones hasta que le echaban; en los cajeros, sobre cartones que no ampliaban su vocabulario porque eran monótonos y unánimemente incómodos; en los calabozos de la comisaría, un par de veces; otras dos en el hospital; sobre el césped de los parques, vigilando que los perros no lo hubiesen abonado; o, en momentos de placer sin límites, en viejos colchones abandonados, manchados con colores de origen incierto que a él no le interesaban ni le preocupaban. Cuando el servicio de limpieza municipal se llevaba uno de estos colchones, expulsándolo con malos modos de su sueño, experimentaba un sentimiento de pérdida absoluto, y las lágrimas asomaban y se derramaban sin posibilidad de control.

Cuánto hubiese sobrevivido en aquel estado es algo que sólo podemos suponer. No mucho, eso es seguro, y, al recogerlo, ella salvó su vida.

Le llevó a su casa. Él la siguió receloso pero sumiso. No podía creer que la cama que le ofrecía fuese realmente para él. Había aprendido a desconfiar, por eso no se permitía dar rienda suelta al júbilo. Cuando ella le aseguró que la habitación era suya, y le llevó las sábanas, las mantas, el edredón y el cubre almohada, y se los dejó para que él los colocara, cerrando la puerta al salir, él negó el paso a las lágrimas y se lo agradeció de la mejor manera que conocía: disfrutando plenamente. Se tendió con lentitud, y ensayó hasta explorar y agotar todas las posibilidades que le permitió la noche. Pero había mucho más, mucho más, y tenía tiempo para experimentarlo.

Pasaron los días. La comunicación con ella era sencilla, y se limitaba a comer cuando le ponía el plato, a secar los cubiertos cuando ella se los acercaba, a sacar la ropa de la lavadora para que ella la tendiese. Las palabras eran innecesarias. Ella le había permitido acostarse en el sofá mientras veían la tele por la tarde, y él se lo había agradecido inmensamente. Lo que nunca esperó, lo que fue un regalo que le conmovió en lo más íntimo, fue lo que sucedió una mañana cuando ella se iba a trabajar. Normalmente, a esa hora él ya estaba despierto y acudía a la puerta a despedirla, quizá temeroso de que se hubiera cansado y pretendiera echarle, caso en el que obedecería sin reproches ni demora; le había dado todo cuanto tenía. Por eso, aquel regalo fue más de lo que podía imaginar. Le llamó antes de salir; acudió. Le llevó a su habitación, y le señaló su cama con una sonrisa. Él la miró sin atreverse a comprender. Pero no había lugar a dudas. Esta vez sí lloró, como un chiquillo que descubre que sus travesuras no le convierten en el ser horrible que todos señalan, cuando una mano acaricia su cabello y le abraza maternalmente.

Desde aquel día, dormía por la noche en su cama, pasaba la tarde en el sofá, y por la mañana disfrutaba de aquel colchón enorme y elástico, del somier empático cuya reacción casi precedía a sus estímulos, de la suavidad de las sábanas, y del olor extraño y agradable que perfumaba la habitación.

Ella llegó a mediodía. Le encontró durmiendo. Habitualmente, él ya se había levantado a esa hora, había hecho pulcramente la cama, y la esperaba en el sofá. Pero aquel día él dormía plácidamente, no acurrucado como en ocasiones le había sorprendido en su propia cama, sino estirado y tranquilo, la respiración profunda y regular. Se quitó los zapatos. No deseaba despertarle, por lo que se tumbó despacio. Pero él era un experto, conocía cada movimiento, cada presión, y por ello se despertó de inmediato. Su rostro se llenó de culpa y de tristeza, y se apoyó para tomar impulso y levantarse. Se lo impidió. Con un movimiento tan rápido y apremiante que les sorprendió a ambos, aferró enérgicamente su muñeca mientras sus ojos le pedían que se quedase.

Él recordaba la última vez que se había acostado en una cama con otra persona. Gritos y reproches. Por eso no podía evitar el recelo ante aquella situación inesperada; pero había aprendido a confiar en ella, y lentamente se calmó. Adoptó una posición cohibida, pero su peso era mayor, y el cuerpo femenino se acercó inevitablemente. Sin más palabras, ella bajó un poco la cabeza y la hundió en su pecho. No sabía como reaccionar. Una ligera convulsión sintonizó con la de ella mientras su pecho se humedecía lentamente.

Quiso abrazarla. Temió, porque su repentino impulso fue brutal. Quería asirla tan fuerte que sus columnas se enredasen, se entremezclasen, se fusionasen; quería clavar los dedos en la carne y asir fuertemente los pedazos para incorporarlos a su ser; quería morder, engullir, ser engullido. Por eso se sorprendió de la suavidad inédita de su mano, la caricia suave en el pelo, en la nuca, para atraerla delicadamente hacia sí; la otra mano en la espalda en un gesto protector que se deslizaba con ternura ignorada.

La dicha desconocida u olvidada colmó su encuentro.

Felices, como nunca antes habían sido, durmieron.

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1 pensamiento sobre “Ternura

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