por Toño Gurdiel; ilustraciones de Carolina Ramos Martín

El azar tuvo parte,

siempre tiene parte en todo.

1
Agarró con firmeza la botella y la acercó hacia sí para observarla detenidamente. En realidad, no podía decir, con precisión, que se trataba de una botella, más bien parecía un frasco o, incluso, un matrazfaro02 de esos que se utilizaban en los laboratorios químicos; aunque, bien pensado, tenía las paredes demasiado gruesas. Fuera lo que fuera, el nombre era lo de menos, ahí estaba ante él. Días atrás lo había limpiado cuidadosamente bajo el grifo del pilón del patio, pero había descuidado una norma básica: poner el tapón al sumidero. Una buena parte de lo que aún quedaba del lacre que sellaba su cuello se había perdido; solamente pudo recuperar un trocito, en él se veía con claridad un arco de circunferencia y una especie de i griega girada ciento ochenta grados. Recordó entonces aquellos sellos de lacre, tan populares hace años, que tenían una letra, normalmente mayúscula, encerrada en una circunferencia. En este caso, sin embargo, el lacre debería tener impresa más de una letra, o ésta no estaría centrada. Además, había realizado un minucioso análisis, lupa en mano, y pensaba que la i griega no era tal, se trataba, más bien, del fragmento de una letra o símbolo, y que lo de «girada ciento ochenta grados» era una observación un tanto ridícula.

Al cabo de un rato volvió a dejarla en el estante, al lado del trocito de lacre, y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Le sucedió nuevamente: no se atrevía a abrirla. Suspiró brevemente, entonces su mirada atravesó las paredes de la botella y se posó, otra vez, en el contenido. Ahí estaba, enigmático: un montón de papelitos arrugados que cubrían algo envuelto en ese plástico con burbujas de aire, que se usa para embalar objetos delicados. Todo ello no ocupaba más que una pequeña parte del espacio del recipiente, tal vez poco más de un cuarto, por lo que no acertaba a entender la función de los papelitos. Tampoco lograba imaginar el contenido que escondía el plástico con burbujas. Lo único que había conseguido era, con movimientos suaves unas veces y bruscos otras, separar los papelitos a un lado y lo envuelto al otro, apreciando, en esto último, un cierto brillo argénteo en su interior.

De nuevo agarró la botella. Ahora estaba decidido, la abriría. Tenía todo preparado, la mesa del estudio inusualmente despejada y cubierta con un mantel de hule, una bandeja, unas herramientas, varillas de distintas longitudes y grosores y, también, una brújula que le recordaba que «no conviene perder el Norte». Con la mano derecha tomó la pequeña navaja y practicó, con decisión, un corte en el lacre alrededor del cuello de la botella. Pensaba que podría desprenderlo fácilmente en una pieza, pero no fue así; varios fragmentos y un poco de polvo rojizo ensuciaron el mantel. El extremo del tapón, que quedó al descubierto tras la desgraciada operación con la navaja, mostraba que era de corcho, de esos que se utilizan para el embotellado artesanal del vino. Parecía, entonces, que lo más sencillo y razonable sería intentar sacarlo con un sacacorchos. Fue a buscar uno y así lo hizo. El corcho, que no tenía nada de especial, fue a parar a la basura. A continuación, dio la vuelta a la botella y con mucho cuidado, mediante pequeñas sacudidas, fue sacando su contenido. Tenía puesta una de las manos en el extremo, para evitar que el objeto envuelto pudiera caer a la mesa o al suelo. No ocurrió lo mismo con los papelitos arrugados, pequeñas bolas que terminaron esparcidas por todas partes, después de tanta sacudida.

Una vez vacía, la devolvió a su primitivo lugar en el estante, y se dispuso a quitar el envoltorio del pequeño objeto que tenía en la mano. Realmente le parecía mucho más pequeño que antes. Lo desenvolvió con algo de nerviosismo, y una mezcla de sorpresa y desilusión se apoderó de él. Tenía en sus manos un extraño recipiente de vidrio, cerrado con un tapón de goma que ajustaba perfectamente, y que estaba asegurado con una estructura de alambre similar a la que llevan las botellas de cava. En su interior, no había duda, un poco de mercurio llenaba aproximadamente sus tres cuartas partes. Lo puso también en el estante junto a los otros dos objetos, restos de una especie de naufragio.

En fin, pensó, ¡tanto trabajo para tan poca cosa! Y se puso a recoger. El desbarajuste no era grande, pero había que poner cada cosa en su sitio y limpiar la mesa y el suelo. Con un trapo limpió del hule los trozos y el polvo de lacre, y también algunos de los papelitos que allí habían ido a parar. Antes de tirarlo todo al cubo de la basura, recuperó el corcho que había echado allí hacía un rato; no pensó que tuviese ningún valor, pero decidió salvarlo. Lo colocó también en el estante. Después fue juntando pacientemente con las manos, en el suelo, las bolas de papel allí esparcidas; una vez amontonadas las echó todas a la caja de papeles usados. Finalmente, guardó las herramientas y la brújula.

2
El faro formaba parte de un grupo de construcciones, cercado todo él por una alta tapia; desde lejos se asemejaba a una pequeña fortaleza con un minarete.faro01 Una vez que se abandonaba la carretera comarcal, el camino llevaba, en línea recta, hasta los pies de la tapia, justo delante de la verja que daba paso al interior del recinto. Sobre la propia verja un letrero daba la bienvenida al visitante, con una leyenda que decía: «Alejandría, Faro y Biblioteca». Un poco alejada a la izquierda había una plataforma que continuaba con una escalera, todo ello con barandilla, para poder acceder a la larga playa que se veía abajo.

La tarde estaba fresca y no tardaría en comenzar a oscurecer; tenía que ir pensando en regresar. El paseo había sido tranquilo, como tantas veces únicamente el mar con su constante murmullo; esto le permitió repasar mentalmente: «un matraz, un tapón, un trozo de lacre y un frasquito con mercurio». Se preguntaba por el sentido de esas cosas, y seguía analizando algunos de los datos que encontró en los libros. La mayor parte de la información recopilada la rechazó por inútil. Sin embargo, aún seguía dándole vueltas al mercurio; de nuevo repitió para sí: «Mercurio, el dios romano Mercurius, protege particularmente a los comerciantes y a los viajeros» y también, «mercurio, símbolo Hg, número atómico 80, peso atómico 200,61». Ya había consultado unos cuantos libros, de entre los cuatro mil ciento setenta y seis de que se componía su biblioteca, y no sabía por dónde seguir. Decidió volver a la casa.

El ascenso desde la playa hasta la plataforma llevaba más tiempo del que uno se imaginaba, pero no era especialmente difícil. Una vez arriba la vista era magnífica, y la sensación de libertad que producía podía acrecentarse respirando honda y pausadamente. Después de casi tres décadas en ese lugar, ya era una costumbre que repetía al final de los paseos por la playa; al terminar la subida, apoyaba ambas manos en la barandilla mientras dirigía una lenta mirada de oeste a este, escrutando en el horizonte alguna novedad. Así lo hizo también en esta ocasión, pero al meter las manos en los bolsillos y girarse para encaminar sus pasos hacia el faro, la mano izquierda se encontró con los papeles que contenían las anotaciones sobre el mercurio, la mayoría tachadas. Este inesperado roce le extrañó, los papeles con anotaciones los solía guardar en el bolso de la camisa para que no se le arrugaran. Sin apenas mediar un tiempo apreciable, de la extrañeza pasó a la sorpresa, mientras se iluminaban sus ojos. Una nueva idea empezó a formarse en su cabeza a partir de dos palabras: «arrugado» y «papel».

3
Aquella noche cenó más rápido que de costumbre, tenía trabajo. Sí, se proponía analizar lo que había logrado reunir del embalaje de la misteriosa botella-matraz. Lamentaba este nuevo error. De momento había recuperado 95 papelitos arrugados formando bolas, pero ni rastro del plástico de burbujas. Era una verdadera suerte que la caja de papeles usados siguiera ahí, en su rincón. Por el contrario, la bolsa de basura, que llevaba en su interior el plástico de burbujas, hacía días que fue a parar al vientre del camión de recogida.

Comenzó a estirar papeles y los primeros, mudos de mensaje alguno, aparecieron totalmente en blanco. El incipiente desánimo desapareció en cuanto fueron surgiendo las primeras palabras: «bolas», «tardes». ¿Habría algún texto con sentido que explicase algo? se preguntaba mientras los agrupaba en dos montones enfrentados, por un lado, los que estaban en blanco, y por otro los que tenían algún texto o marca, aunque fuese minúscula, como ese en el que aparecía «…». Terminó y los contó; 48 estaban en blanco frente a 47 con algún tipo de texto. Puso en una taza los blancos, esta vez no iba a cometer nuevos errores, y se dedicó a colocar los otros. El proceso de ordenación resultó ser más laborioso de lo que inicialmente se había imaginado y, lo que es peor, empezó a pensar que le faltaban papeles. Entonces vació completamente la caja de papeles usados, y vio con satisfacción que aún había algunos más. Primeramente recuperó 8, después 5 y luego 3, aunque los que tenían texto eran los menos, 2 en el primer y segundo caso y uno en el tercero. Finalmente se tiró al suelo para mirar debajo de la mesa, allí había dos junto a una pata y otro más alejado. De los tres, dos estaban en blanco. Volvió a hacer cuentas, ahora disponía de 53 papeles con texto y 61 en blanco, en total 114.

El texto resultó ser un poema cuyo título venía subrayado; además se repetía en otras tres ocasiones, al igual que ocurría con un fragmento de otro verso. Pensó que podría leerlo y completarlo, pero, después de un primer intento, fue más cauto en sus apreciaciones. Le faltaban siete fragmentos de papel que afectaban a once versos; completar algunos de ellos era posible, pero en otros no veía cómo. Se dedicó a transcribirlo, indicando, entre paréntesis, las ausencias y lo que él completaba. El poema quedó así:

Cuando yo era niño...

Hubo un tiempo en (_________) niño,

en el que había tra(ducciones) de latín,

trabajos (______) y problemas de matemáticas.

Cuando yo era niño...

hubo un tiempo en el que no fui niño,

en el que había traje y co(rbata,)

muchos estornudos y Go(________ ) tardes.

Cuando (yo era niño)...

no sabía que el mercurio era tóxico,

y jugaba: corría por las manos

y ¡oh! caía y se esparcía en muchas bolas

que con paciencia volvían a ser una.

Cuando yo era niño...

hubo un tiempo en el que no fui niño,

en el que vi que la vida, como el mercurio,

se fr(__________ )a en cientos, tal vez miles, de trozos

y ¡o(_____________ ) con paciencia volvería a ser una!

Hubo un tiempo en el que dej(é de ser ni)ño,

y en aquel tiempo t(__________ ) se cambió en espejismo,

inalcanzable y fictic(io )

Xx

Un último repaso le hizo darse cuenta de dos matices, uno parecía no tener importancia, pero el otro lo juzgó definitivo. En cuanto al primero, reparó en que si sumaba el número de papeles que había manejado, 114, con el número de los que le faltaban para completar el poema, 7, obtenía 121, valor muy cercano a una potencia de 2, 128; y como todos los papeles eran rectángulos de igual tamaño, se le ocurrió que el autor (o autora) de este mensaje había escrito el poema en una hoja vertical, y después la había partido en dos, y cada parte resultante en otras dos, y así sucesivamente hasta conseguir los 128 pequeños rectángulos de papel. El otro matiz le hizo sonreír con ganas, a la vez que meneaba ligeramente la cabeza. Se dirigió con rapidez hacia el estante en el que se encontraban los libros que había leído en las últimas semanas, cogió el más vistoso de todos y lo hojeó con nerviosismo, hasta que en la página 18 leyó: «Sin embargo Xx pretendía no haberse dado por vencido y buscaba las diminutas bolitas de mercurio; cuando encontraba alguna la recogía pacientemente en un frasquito a la espera de completar la más grande y brillante bola de mercurio vista una vez.» El libro era Bruja que no has de quemar…; lo dejó sobre la mesa y se fue a dormir.

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