por Antonio Verdugo

Existen narraciones vitales y están siendo contadas. Sus protagonistas buscan dar la palabra a los sin voz y ser cauce real para una «sed de justicia que clama al cielo». Cada una de estas historias son los pequeños relatos biográficos, personales o colectivos que, con sencillez, pretenden narrarse de un modo real. No tienen nada en común ni con los viejos mitos, ni con los nuevos grandes relatos virtuales. Sus protagonistas no son héroes, ni poseen poderes fantásticos, son personas de carne y hueso que han experimentado el cansancio que produce la ayuda a las víctimas, el desgarro de su dolor, el amargor de sus lágrimas, la impotencia de la palabra. Sus historias ¡tan vulnerablemente humanas! nos permiten recuperar un poco la esperanza en los seres humanos.

Recordarlas significa aprender a contarlas:

«Una historia –dijo el rabino– debe contarse de tal forma que ella misma preste remedio. Y contó la siguiente: Mi abuelo era paralítico. Una vez le pidieron que relatase una historia de su maestro. Entonces contó cómo el santo Baalzhcem solía saltar y danzar durante la oración. Mi abuelo se puso en pie y continuó su relato, y la narración lo arrebató de tal manera que se vio obligado a mostrar, saltando y danzando, cómo lo había hecho su maestro. Desde aquella hora quedó curado. Así deben contarse las historias.»

(Martín Buber «Relatos hasídicos».)

Danzar al ritmo de estas narraciones, reconstruir nuestra propia danza al hilo de ellas, es hacernos un favor a nosotros mismos, pues este ejercicio puede curar la parálisis de nuestra indiferencia y acomodación. En estos relatos, escuchados a la manera como nos propone la tradición hasídica de Martin Buber, encontraremos nuevos caminos de experiencia, encontraremos luz y aliento para «peinar la historia a contrapelo», para ir a contracorriente de este tiempo que ha divinizado el mercado total, decretado la imposibilidad de las utopías, entronizado culturalmente el individualismo posesivo y el goce compulsivo del presente, o que ha prescrito la ética samaritana del evangelio de Jesús de Nazaret.

Estas narraciones ofrecen un capital simbólico imprescindible para la construcción de un mundo más humano. Su permanente recuerdo se convierte en suave invitación para cambiar el modo de pensar y de vivir, en provocadora incitación a verificar en la vida propia la verdad de sus historias. La calidad humana de sus protagonistas posee un potencial de seducción y contagio que anima a caminar haciendo el bien y practicando la justicia. El camino así emprendido no resulta nada fácil, el poder de los ídolos es enorme y la astucia de sus sacerdotes es más sabia que la sabiduría de los testigos del bien; sin embargo, estos itinerarios son singularmente elocuentes e imprescindibles para narrar la historia de la humanidad.

Es necesario dar protagonismo a estas vidas personales y colectivas, llamémosles testigos, a sus historias intempestivas de solidaridad y justicia, que hacen correr rumores sobre una historia de la humanidad auténticamente trasformadora a favor de las personas.

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