por Pedro Czeslaw Venturo Korytkowski

A medida que dejaba la calle principal, el terreno se empeñaba en mostrarme los indicios de un cambio inminente. Eran pasadas las dos de la tarde y el clima veraniego ocultaba lo que estaba por ocurrir. Las sombras habían crecido, cada una de ellas, partiendo de su proporción natural, habían adquirido una mayor sustancia, densidad y en cierta medida empezaron a constituir materia.

Dicho fenómeno, según mis investigaciones, se había presentado en diversas zonas del mundo y, desde los últimos doce años, el aumento de los lugares identificados como problemáticos había preocupado a los especialistas. En la actualidad no somos más que siete personas las que estudiamos este fenómeno, debido a la dificultad que se tiene para captarlo. Uno solo se percata del cambio cuando toma conciencia de ello, y aun así se lo asocia a una mayor o menor cantidad de luz, el ángulo de visión o hasta a problemas oculares.

La razón por la que llegué a esta ciudad no estuvo relacionada con el problema en cuestión, sino que tuvo que ver con un encargo de una empresa de construcción. Soy arquitecto y tengo la suerte de viajar mucho y abordar proyectos interesantes, de manera que he podido ser testigo del fenómeno y del cómo habitan las personas con él sin notar su influencia perniciosa y constante.

En dicha ocasión mi papel era el de delimitar la zona dónde se ubicaría el edificio. La empresa consideraba clave construirlo en las faldas de una montaña, con lo que la sombra que proyectaría funcionaría como climatizador natural. Las mediciones podrían haber sido hechas por los mismos profesionales de la ciudad (según sé, muchos de los graduados son ingenieros, por la proximidad de un complejo minero), pero pidieron mi asesoría porque la medidas eran siempre distintas, sin importar las personas que las hicieran, ni los instrumentos usados, y era inviable iniciar un proyecto de tal envergadura con datos inciertos.

No bien me situé en el lugar previsto para la construcción, noté muchos indicios del porqué de los errores. Estaba situado en el fondo del valle y, como sería lógico pensar, las sombras deberían de aparecer siguiendo un patrón previsto –los valles suelen tener zonas de luz y oscuridad que se delimitan con claridad–, pero encontraba formas particulares, que sabía que no tenían nada de arbitrarias y respondían a un porqué oculto que pronto se iba a develar.

Los árboles, que en su mayoría eran pinos, no proyectaban sus propias sombras; la única y majestuosa sombra que lo cubría todo sin importar la hora del día era la de la montaña. Si caminabas mirando hacia el suelo, podías en muy poco tiempo olvidar tu propia presencia, tu sombra era la montaña o simplemente no existía, tu camino era de sombra y hacia la sombra, el quedarse quieto implicaba en cierta medida desaparecer.

Ese mismo día, apenas llegué al hotel donde me hospedaba, mandé un informe detallado al resto de especialistas, citándolos en calidad de urgencia. La respuesta no se hizo esperar, y al día siguiente a la hora de la comida ya nos habíamos reunido los siete. Al inicio, el murmullo de preguntas no daba pie a que pudiera tomar la palabra, y el silencio que algunos acompañaban con una miraba vacilante me indicó que muchos, o la mayoría, preferían no haber venido y buscaban excusas para que no se hablara del tema.

Solo somos siete, ya expliqué lo reducido de nuestro número por la dificultad de captar el fenómeno, pero aunque ello no deja de ser verdad, lo cierto es que muchos prefieren desaparecer, hacerse los desentendidos. Ninguno de nosotros, según tengo entendido, se dedicó a buscar a quienes hablaban de los cambios que iban notando en las sombras, sobre todo las que proyectaban sus propios cuerpos; ellos eran los desaparecidos, de los que se hablaba en los bares y de los que nadie parecía conocer ningún rasgo físico, ni mucho menos un nombre.

La reunión se dio en Romil, era en realidad un pueblo pequeño, aunque me refiero a él como ciudad, dado que la iglesia, el municipio y la comisaría se encuentran bordeando la plaza principal, como en los planes urbanísticos de las antiguas ciudades españolas.

Esperé que todos terminaran de comer y el silencio sepulcral se fue desvaneciendo conforme se limpiaban los platos y las tazas de café vacías se dejaban a un lado de la mesa.

Era de esperarse que hubiera comenzado por lo sucedido al lado de la montaña (sobre lo que trataba la mayor parte del correo que envié), pero consideré apremiante informales de que la trasformación de las sombras y sus motivaciones ocultas habían llegado a la ciudad.

El hecho de que trajera la realidad que todos conocíamos y la pusiera delante de nosotros hizo que la mayoría se mostrara inquieta, y las miradas ahora activadas no dejaban de clavarse en todas las direcciones. No dudo ni por un segundo de que se sintieran engañados, de que, al levantarse la falsa seguridad de la distancia, se vieran a sí mismos como un grupo de víctimas reunidas en el matadero.

Aún tengo tiempo y me gustaría contarles todo lo que sé, qué escuché y hasta mis más inventivas salidas, porque solo la información evitaría repetir el infausto final que muchos otros no pudieron evitar.

Al terminar la reunión cada uno salió con su objetivo en mente; si lo llegábamos a orquestar sin errores, el problema se podría convertir en un mito. No les puedo contar los detalles de la reunión ni mucho menos las misiones que fueron encomendadas a cada uno, porque develar esta información no les será de utilidad y les abriría puertas a nuevas preguntas y nuevos miedos que no necesitan ser nombrados.

Les contaré brevemente mi historia, mi relación con las sombras. Hace más de dos años tuve un accidente de tránsito que casi me cuesta la vida; estuve tumbado en medio de la calle por lo que me pareció una eternidad, la sangre salía cubriendo mi cuerpo hasta sentir que me hundía como en un charco. A pesar de la conmoción, noté un olor que nunca había percibido, como de algo muerto, quizá era yo lo que olía así.

Fue mayúscula mi sorpresa cuando noté que mi sangre se tornaba negra conforme salía de mis venas y se extendía dibujando formas extrañas que se alejaban de mi cuerpo. Estaba siendo bebido, succionado, y ya no me quedaba nada, salvo mirar la sombra que iba creando un camino, un río que jamás podría navegar.

La asistencia médica llegó a tiempo para salvarme, pero ninguno de ellos se percató de la mancha negra, de mi sombra, de mi sangre que se había ido por voluntad propia.

No viene al caso hablarles de mi recuperación, ni de todo el tiempo que tuve para pensar sobre lo sucedido, pero sí es importante comentar las lecturas que hice al respecto. Ninguna la encontré en internet, quizá por lo esquivo del fenómeno, o porque su credibilidad es aún menor que la de los fantasmas y no despertarían ningún tipo de interés ni simpatía.

Los libros que pude conseguir hablaban de la importancia de la sangre para los demonios, que las sombras estaban constituidas en su mayor parte de ella y cómo en algunos momentos del año en ceremonias especiales se las recolectaba. Se decía que un modo de identificar la cercanía de esos momentos era la variación de su forma, como si buscaran parecerse a los hombres. No solo les afectaba a los seres humanos, sino a toda la naturaleza en sí. No llegué a leer ninguna fórmula para evitar que sucediera y yo necesitaba, necesito saberlo.

Yo no tengo sombra desde el día del accidente, sigo oliéndome a muerto por más baños y perfumes que use.

Luego de salir del hospital seguí el rastro que había dejado. Recordaba vívidamente el rumbo que tomaba antes de que llegaran los paramédicos. Ante mí se abría un mundo sin sombras y saturado de olores, los más diversos olores a muerte que jamás imaginé percibir.

Todo el grupo hizo sus propias pesquisas y nos unimos sin conocernos en una encrucijada de caminos, eso ya hace más de 4 años. Ahora estamos los siete debajo de esta montaña y vemos cómo las sombras parecieran chorrear desde la cumbre y empozarse en la boca de una cueva.

Uno por uno van entrando y los veo convertirse en sombras, dejando atrás su humanidad, su tiempo. Yo tengo miedo de entrar y seguirlos. Yo soy el responsable de contarles esta historia y les diría qué hacer para evitarles el infortunio, pero ahora estoy solo y necesito que me hagan compañía.

Puede volver al índice de Lee Los Lunes nº 5 dando clic acá.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.