Un problema diferente
por Aìram; personajes creados e ilustrados por Gisela
Llama estaba demasiado apagada, sentada en una esquina del aula, soltando un poco de vapor de los ojos, ¿qué le habrá ocurrido? Eso mismo debió pensar Arañi, que se acercó descendiendo desde el techo con una telaraña recién salida del horno –para no hacer referencias más explícitas–. Llama se sobresaltó al sentir la presencia de la arácnida y se acurrucó un poco más en la esquina.
Se miraron un momento, estaba claro que Arañi no sabía qué decir o cómo abordar una conversación con Llama, con la que realmente nunca había hablado. Era raro, llevaban un tiempo compartiendo clase y jamás habían cruzado más de dos palabras. ¿Qué le podía decir? ¿Cómo? Ante la indecisión de la recién llegada, Llama bajó la mirada, dejando claro que no quería hablar con nadie.
La araña dudó un momento, sabía que a veces insistir era peor, mucho peor, pero que tampoco podía abandonarla así, sin más… decidió sentarse a su lado; no demasiado junta ni demasiado separada, a la distancia de un susurro entre dientes pero sin que su calor corporal se sintiera en la superficie del fuego ajeno.
¿Qué había pasado? Arañi le dio vueltas al asunto un rato, por si recordaba algo de ese día que pudiera haber influido en su compañera llorosa: nada fuera de lo normal. Los humanos habían estado todo el día haciendo como que estudiaban, escuchaban a la profesora solo cuando esta gritaba, garabateaban los libros sin ton ni son o según un absurdo dictado de la maestra de turno y se insultaban, unos a otros, de forma explícita o implícita –¿por qué siempre se faltaban al respeto?, ¿qué ganaban con ello?; Arañi no lo entendía–. Y les ignoraban.
Desde que la comunidad sobrenatural aterrizó en el pueblo –un puñado de familias–, tras un momento de tensión, no quedó otra que pasar a la aceptación. Nadie sabía cómo habían sido desplazadas las familias ni los motivos –la arácnida sabía que su madre, al menos, no tenía ni idea; sospechaba que el resto de progenitores también andaban perdidos–, pero allí estaban. Los primeros momentos fueron realmente desagradables, los peores de sus vidas: el destierro se sumaba al rechazo absoluto. Pero el tiempo había vuelto la situación a un punto muerto que pasaba por la aceptación: los mayores trabajaban en las labores que los humanos no querían o no podían hacer, mientras que los menores iban a la escuela y el instituto.
Los sobrenaturales, por su lado, no estaban nada unidos. Posiblemente si se hubiesen juntado, la sensación de soledad y desarraigo no sería tanta como lo era. Pero las familias pertenecían a clanes a veces enfrentados, a veces excluyentes. La familia de Diably, aprovechando un linaje aristocrático que no tenía sentido haber importado, intentó dirigir a la comunidad sobrenatural y sirvió de interlocutor con los humanos; lo primero salió mal, los clanes no le apoyaron en ese intento y carecían de fuerza para imponer privilegios que estaba claro que ya ninguno de ellos podría tener, mientras que lo segundo sí había salido bien, porque tienen el poder de los idiomas y en un primer momento eran los únicos que podían comunicarse con todos. Así que la familia demoníaca insistía en comportarse como superior al resto.
¿Sería Diably el problema? Era la más cercana a los humanos; si no fuera por las alas y las orejas, podría ser una de ellos. Era bella en todo el sentido de la palabra, exótica y divertida, hablaba bien el idioma de los locales y podía volar, lo cual hacía ganar puntos con casi todos para los distintos juegos en el patio. Era popular. La única de ellos que lo era. Diably tendía a humillar al resto para hacerse la importante y solía generar problemas, aunque en el fondo no era mala chica.
Pero ese día no había pasado nada en especial con Diably, incluso se había comportado como Arañi pensaba que era más allá de la superficie pedante: una buena pero muy insegura niña. Desde el techo se puede ver mucho más de lo que la gente cree y la araña era experta en observar al resto –para algo tenía un total de ocho ojos y mejor visión que cualquier saltícido, sea dicho–, ni en ese día ni en los anteriores Diably y Llama se habían enfrentado, o la primera no había hecho nada especialmente malo contra la segunda, al menos no durante las clases… no las había en el recreo…
Llama sollozó con fuerza y se acurrucó más a la esquina. La araña abrió todos los ojos de golpe, acababa de entrar Jacinto con Diably, la demonio tomaba de la mano a Jacinto, pero no de una forma afectiva, sino con cuidado; la mano estaba vendada y ella la sostenía por, bueno, por algo que Arañi no terminaba de cuadrar. Olía a piel quemada. Llama, piel quemada y un niño sonrojado innecesariamente, que hacía un evidente gran esfuerzo para no mirar hacia Llama; la demonio que, si bien no era un cargo, ejercía de intermediaria en los problemas interespecies cuidando de humano… blanco y en botella, que dirían los humanos.
Cayó en la cuenta que Llama siempre guardaba las distancias y no solía tocar nada, ¡incluso hacía los exámenes orales! Pero Llama usaba ropa. ¿Cómo no la quemaba y al crío sí? Algo tenía la tela para evitar la combustión… su madre era la encargada de reforzar las ropas humanas para el uso de los suyos –aunque su familia no usara ropa, los otros sobrenaturales se cubrían y nadie entendía del todo por qué–, así que su telaraña debía servir para algo. Decidió probar una cosa: se cubrió la patita con la preciada sustancia y tocó a llama. Nada, ella no se quemó y Llama se le quedó mirando, entre el susto y la incomprensión. Arañi mantuvo esa pata en el brazo de la amiga mientras tejía unos guantes delgadísimos. Se los tendió a Llama, que se los colocó con suavidad y acercó su mano hacia la tejedora. La tocó. Arañi sintió un calor algo frío –¿era posible?– y sonrió. No se quemaba. Llama lloró, pero ahora de felicidad mientras devolvía la sonrisa.
No era necesario decir nada más.
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