Un día feliz
por Chus Rodríguez
Suena el despertador, pero hoy el sonido resulta agradable.
Como cada día, abro la ventana, el aire fresco entra y también el sol.
Este día siempre es soleado, no recuerdo un año en que esta fecha concreta haya sido fría o lluviosa. Quizá no sea del todo objetiva y lo recuerde, en algunos casos, mejor de lo que es.
Cada año es distinto, aunque espero encontrar lo mismo.
A veces planifiqué con varios días de antelación; otros, en cambio, la noche antes.
La excursión también es siempre diferente, en bus, en coche, en bici…
Algo se respira en el ambiente ese día, algo maravilloso. En mi ciudad no se trabaja, ni hay clase; por el contrario en la televisión no se nota nada distinto.
Cojo mi mochila y me acerco al lugar de la cita. Esta vez, sólo vamos dos. Recuerdo años que íbamos toda la banda.
El viaje hasta allí es tranquilo, conversamos, temas variados, interesantes, divertidos. La música invita a cantar o, en su defecto, a tararear.
Al llegar, una larga caravana a la entrada –¡y cuándo no!– y después conseguimos aparcar. La gente es amable, te indica donde será más fácil.
Bajamos del coche, el sol está allí mismo, encima, es como si toda su fuerza se concentrara en aquel lugar. Eso me hace dudar, algo me dice que cuando el sol se esconda refrescará. Un jersey será suficiente.
En esta ocasión no traemos merienda, ha sido una de las veces con rápida organización, pero eso no es ni mejor ni peor.
Primero observamos el ambiente, es de fiesta. La gente está contenta, van para un lado, otros para el contrario, todos los sentidos están aceptados. Los niños corren, hay jóvenes que beben, algunos mayores comen, todas bailan.
Empezamos paseando junto a los puestos ambulantes, ¡hay tantas cosas!, gorros, gafas, camisetas, quesos, horquillas hechas a mano… Nos paramos en el de música. Miramos todos los discos, muchos nos atraen, pero al final no compramos ninguno y continuamos con la visita.
Hay muchas casetas de comida y bebida, al azar decidimos parar en una, y de pronto una voz grita nuestros nombres, son ellos, amigos nuestros, ¡qué alegría!
La panda se reconstruye, ya no somos dos. Empezamos de nuevo la ruta de comer y beber. La gente canta y baila a nuestro paso, al principio somos observadores, sin que el reloj avance demasiado, formamos parte de la multitud y cantamos y bailamos con ella.
El grupo ha ido creciendo, más colegas se han unido, pero no por ello se hace difícil tomar decisiones, a pesar de la amplia oferta.
Nos detenemos frente a una pequeña mesa, nos invitan a solidarizarnos y les mostramos nuestro apoyo. Hay otra injusticia a la que hacerle cara, nuestra ayuda les anima un poco más.
Junto a esto, y en lo que no hubiésemos reparado si no es por aquellas personas, nos encontramos una jaima con grandes joyas literarias, lecturas para niños de clásicos de los de toda la vida. Ojeamos varios y, aunque no compramos, recogemos la información para hacerlo en otra ocasión.
Ya no tenemos hambre y tampoco sed. Oímos una música que nos llama la atención, a todo el conjunto nos seduce. Y, como ratones tras el sonido de la flauta, acudimos sin dudar.
Durante un rato, bailamos y cantamos como que el futuro fuese certeramente feliz.
Nos hacemos fotos, reconocemos más personas familiares, continúan los saludos, los abrazos, los brindis.
El concierto ha terminado, sudorosos y dichosos contemplamos que el final se acerca.
Mucha gente decide marcharse, la cuadrilla comienza a disolverse.
Un momento de duda, resolvemos con un último recorrido, mientras advertimos ese bonito declive.
El sol se pone mientras caminamos hacia la explanada que guardó nuestro pasaje. Yo me guardo esa imagen, ese cielo rojo.
Ruido de motor, se acaba nuestra visita, es el desenlace.
Música de Bob Dylan, mi mente se aclara, realidad y objetividad… el virus Marburg en Angola…
Miro por la ventanilla y decido arroparme con ese sonido y, sin querer, pienso: hoy ha sido un día feliz.
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