Acciones mortales
por Elena Rincón y Glorika Adrowicz
La puerta del salón se cerró de golpe a las 3:23 de la madrugada. Gala sabía que era esa puerta, y no otra, porque la vibración del cristal central perduró unos segundos después del portazo.
Se levantó y se dirigió al salón tan rápido que ni siquiera le dio tiempo a preguntarse qué podía haber cerrado esa puerta. Cuando su mano ya agarraba el picaporte que permitía acceder a la habitación más grande de la casa, recordó que esa noche estaba sola. Se asustó y, por unos instantes, permaneció detrás de la puerta dudando qué hacer. Intentó pensar con claridad. Luis, su marido, era enfermero y tenía turno de noche, por lo que era bastante improbable que hubiera sido él. «Quizá haya sido la corriente» pensó, pero no recordaba haber abierto la ventana. No dejó que el miedo la paralizara y por fin se decidió. Giró el frío picaporte y, lentamente, fue asomándose a la habitación. Recorrió con la mirada el salón escasamente iluminado, pero lo único que percibió fue un inusitado descenso de la temperatura que al instante provocó que un escalofrío recorriera toda su espalda. Los ojos de Gala se acostumbraron rápidamente a la luz de la luna, que cada vez, con mayor claridad, iba dibujando el contorno de todo lo que se encontraba en el salón. No encontrar ninguna razón aparente para que la puerta le hubiera despertado aquella noche desencadenó en ella una amarga sensación. Respiró hondo y dio dos pasos, sumergiéndose en la oscura habitación, con la intención de llegar al interruptor lo antes posible. Sin embargo, antes de alcanzar la deseada luz, algo la detuvo.
Unas horas después, por la mañana, Luis llamó a la policía; Gala yacía inerte en el suelo del salón.
Hacía mucho frío y el cielo, cubierto por grandes y oscuras nubes, amenazaba lluvia. El inspector Sancho se bajó del taxi a unos cuantos metros del portal y miró hacia arriba para cerciorarse de que se encontraba en el número 12 de la calle Hernando de Acuña. Era un hombre bajo y de aspecto no muy agradable. Su mirada penetrante y sus finos labios, que siempre llevaba apretados, como si quisiera que no se le escapasen las palabras, sumaban aún más agresividad al resto de sus ademanes autoritarios. Subió andando hasta el 3º piso. En el rellano se encontró con dos agentes enfrascados en una conversación que nada tenía que ver con lo que en ese lugar había sucedido pocas horas antes. Saludó vagamente y entró esquivando a los dos hombres. Sentado en una de las sillas de la cocina, a mano derecha, se encontraba Luis custodiado por otro agente. Esposado y con la mirada perdida, intentaba alcanzar la cajetilla de tabaco de su bolsillo con la intención de respirar algo más que la horrible sensación que allí se vivía, mientras, en la habitación contigua, el cuerpo de la joven todavía descansaba en el suelo. Tenía el cuerpo repleto de signos de violencia, demasiados para haber sido propinados por un profesional.
El inspector Sancho se dijo para sus adentros que ya había visto aquello demasiadas veces; mujer casualmente sola, ventana forzada de forma chapucera, robo de los artículos más ostensibles, con el consabido revoltijo, y hombre desconsolado tras dieciocho años de feliz matrimonio; la condición humana. Se sorprendió, sin embargo, al ver entrar al teniente Alonso, y sonrió para sus adentros; si el asunto había llegado a esas esferas, significaba que tenía razón pero que todo era más gordo de lo que había pensado.
Alto y desgarbado, cercano a su retiro y con el aire de un filósofo extemporáneo, el teniente Alonso caminó con suavidad hacia el doliente, tomó una silla y se sentó a su lado. Con gestos seguros pero cálidos y una voz profunda y melodiosa que pobló hasta el último rincón, le aseguró que harían todo lo posible por llevar ante la justicia al malnacido que había ordenado aquello. Sancho tuvo que girarse un momento para evitar que el desconcertado marido sorprendiese la sonrisa que esta vez no supo evitar. El teniente Alonso aún dio una vez más el pésame y luego se dirigió hacia su subordinado.
–Blanco y en botella… –comenzó el inspector.
–Leche de soja, amigo Sancho –terció el otro, siempre vegetariano, con media sonrisa triste–. ¿Sabes quiénes son?
–Supongo que gente que se cree importante, si usted está aquí –aventuró el inspector.
Alonso asintió pensativo, tras aquella mirada que contemplaba el mundo fijándolo inmediatamente pero que parecía trascenderlo en el mismo instante, como si pudiera observarlo desde una dimensión añadida.
–Ella lo era, sin duda. Él se arruinó con todo el asunto de las preferentes, pero es un jugador empedernido de póker online, así que no dudaba en saquear a su esposa, que tenía una importante cartera de acciones en el sector de las Energías Renovables.
–¿Molinos de viento y esas chorradas? –De sobra eran conocidos los chanchullos y politiqueos en todos esos sectores.
–¡Ay, amigo Sancho! Son Gigantes Multinacionales de la Energía, GIME, los que hoy en día mueven esos hilos. Pero sí. El gobierno proyecta recortar en ese sector, con lo que las acciones podrían desplomarse. Ella se negaba a vender, ahora que aún podría asegurarse un futuro con lo obtenido y, desde luego, a él no le hacía mucha gracia la perspectiva de ver truncada su fuente de financiación.
Sancho miró al recién enviudado solo un poco más asqueado de lo habitual.
–Espera que ahora los cien pájaros caigan en su mano –reflexionó.
–Bueno, no lo conseguirá; ella no era ninguna idiota ni una completa sentimental y había testado a favor de Cáritas y del Banco de Alimentos en caso de muerte violenta o incluso accidental –añadió con gesto de reconocimiento hacia la ahora cadáver– . No cabe duda de que se esperaba esto, aunque supongo que no llegaba a creérselo y nunca denunció, si bien los vecinos han insinuado –aquí nadie sabe nada– que de vez en cuando se escuchaban voces en el piso. –Ninguna palabra podría ser más explícita que la mirada que ambos polis intercambiaron.
–¿Sabemos algo de los autores materiales? –inquirió Sancho, siempre pragmático.
–No, aún no, pero no será difícil. Hay huellas por todas partes, e incluso sangre en el pomo de la puerta del salón. Ningún gran mago del crimen se esconde detrás de todo esto. –Sonrió apenas–. En todo caso, antes de veinticuatro horas el tipo se derrumbará, tenlo por seguro. En realidad, si he venido ha sido solo para asegurarme de arrebatarle las esperanzas –confesó, con un deje amargo. Luego, más animado, continuó–. Me voy, me espera Dulce con mis nietos. –Se despidió con un gesto severo y elegante. Luego, dándose la vuelta, en un todo más cómplice–. No seas demasiado blando.
Sancho no supo evitar una carcajada, pero ninguno se sorprendió por el respingo que aquello produjo en el quejoso y nadie se disculpó.
Alonso salió por la puerta mientras el inspector, con un sonoro suspiro, se encaraba con la escena del crimen. Le esperaba una intensa jornada de trabajo en la que ya estaba todo resuelto.
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