por Glorika Adrowicz

En toda la extensión de la llanura y en sus primeros cuarenta centímetros de profundidad, las lombrices continuaban con su labor, que por su parte no calificarían de altruista –ni de nada–, mejorando la calidad de aquello que ingerían hasta expulsarlo para cimentar la existencia de diversas culturas, más o menos florecientes, que se integraban como podían en tal ecosistema.

Cuando un padre Iguanok, por ejemplo, caminara por primera vez con su pequeño retoño por la llanura, se precipitaría, con un sentimiento de alegre utilidad y pertenencia, a transmitirle los primeros conocimientos que su padre le había comunicado a él, heredados a su vez de una línea paterna que se remontaba a tiempos más inciertos. Con las mismas palabras que había recibido, y juntando estas a la acción, cavaba un agujero y extraía una lombriz ante su obnubilado hijo.

–Esto es lo que les pasa, Alma de Cántaro –si así se llamaba el hijo– a los niños que dejan comida en su plato; los Dioses castigaron de este modo a los primeros cazadores que mataron un búfalo y dejaron que alguna de sus partes se pudriera al sol. Recuérdalo bien.

Tras esto, y tan aterrado como su propio hijo, el cazador devolvería con aprensión a la pobre lombriz a su hábitat natural y daría el paseo por bueno.

Naturalmente, el hecho de que esta sabiduría autóctona sea completamente cierta no debe hacernos minusvalorar el hermoso trabajo de la lombriz ni tampoco la capacidad de invención de los Iguanok, que en casi la totalidad del resto de su mitología están equivocados, pero que se muestran vivamente originales –otras culturas, sin ir más lejos, habían renunciado a la difícil y pringosa caza del búfalo, pensando que coger lombrices era una forma de manutención menos peligrosa, asequible a todos los miembros y las miembras de cada clase social y, con los aderezos adecuados, constituyente de una gastronomía original y sabrosa. Todavía existían otras culturas, más degeneradas, que, sin renunciar a los penosos sufrimientos que conlleva el trabajo físico, sí habían prescindido de las satisfacciones de la carne, limitándose a masticar cuantos vegetales les proporcionaba la tierra, gracias a una excelente planificación agrícola con mucho ingenio hidráulico y demás; culturas tan degeneradas que adoraban a las lombrices, esos detestables hombres condenados–.

En efecto, tanto tiempo atrás que solo los iguanok guardaban memoria del hecho, unos cazadores habían atrapado, matado y descuartizado por error a Viento Acumulado, la mascota de Susurro de Viento, Diosa que lo era del Trueno, del Rumor y de otras diversas gracias; tras darse un buen atracón y considerando lo alejados que se encontraban de su campamento, dejaron los restos y se marcharon tan ahítos como ignorantes de lo que se les venía encima.

–¡Comemierdas! –exclamó Susurro de Viento al enterarse de lo sucedido con su mascota, expresión de la que se arrepintió al instante, menos por una cuestión eufónica que porque realmente apreciaba a aquella mascota a quién acababa de denigrar de manera indirecta. Sin embargo, su propia expresión le había dado la idea y procedió a instaurar un mito entre los Iguanok y un castigo entre los infractores. Como además se sentía un poco molesta por sus palabras, decidió que Viento Acumulado se merecía continuar de alguna manera en el mundo y confirió a su espíritu el don de deambular a su gusto por todo lo descubierto y, de paso, ser el portador de cuantos mensajes le placiera (a ella) comunicar a sus adoradores.

Y ese fue el motivo por el que Elf O’Goso se mordió la lengua para no blasfemar aquella mañana en que se había decidido a concederse un pequeño descanso en el trabajo y pasear en solitario por la llanura. ¿Es que Susurro de Viento no se agotaba nunca? Era la tercera vez que Viento Acumulado se presentaba ante él, mostrando aquella sonrisa totalmente inapropiada en un rostro de búfalo, espectral por añadidura, y lo invitaba a seguirle. Para ser la Diosa Protectora de las Mujeres Adúlteras, Susurro de Viento le había tomado demasiada constancia.

Las relaciones con su esposa se habían resentido por aquella divina conexión –cuyo verdadero cariz afortunadamente desconocía– y Leng’Uaraz había manifestado públicamente su descontento, extendiéndose el Rumor sobre su incompetencia por las aldeas próximas y aun por algunas lejanas. La primera vez que lo escuchó, Elf O’Goso se apresuró a cumplir los preceptos impuestos por Susurro de Viento, según los cuales la víctima de un Rumor debía encaminarse a la llanura solo, desarmado y cautivo de la opinión general, para cazar un búfalo y así demostrar la falsedad de las Lenguas Enfermas, proporcionando de paso alimento a la tribu (por lo general, los mejores guerreros eran objeto de innumerables Rumores, no todos falsos a pesar del banquete; este era uno de los mitos erróneos mejor aprovechados).

Ni que decir tiene que Elf O’Goso no solo no había conseguido cazar nada, sino que al único búfalo que había visto nadie habría podido hincarle el diente a esas alturas; lo siguió con pasividad hasta la cueva donde pasó dos días y dos noches, que no tuvieron otro efecto social que acentuar el Rumor y que Leng’Uaraz se llenase de justa indignación y lo expulsase de la choza que habían compartido ellos dos solos, no habiendo sido bendecidos con pequeñuelos a quién criar en el respeto a los dioses. Así pues, Elf O’Goso se vio obligado a retornar a la llanura y matar a su búfalo, donde lamentablemente solo lo esperaban la sonrisa cada vez más irónica y el cuerpo no demasiado atrayente de la Diosa del Trueno. Esta vez fueron tres los días invertidos en la aventura, y las Lenguas Enfermas de la llanura recuperaron la capacidad motora con una jovialidad que, aunque mezquina, prácticamente nadie se decidió a no compartir.

Cualquiera más despierto que Elf O’Goso hubiera renunciado a vindicar su nombre, habida cuenta de los resultados precedentes, pero Elf O´Goso siempre se había enorgullecido de su devoción y de su piedad. Lo que no impidió que, aquella mañana en la que se tomó el descanso en su trabajo, la blasfemia casi escapara disuelta en la sangre de su lengua, derramada por sus propios dientes.

–En verdad te digo, oh Diosa, que tal vez estás abusando de tus prerrogativas divinas con este incauto mortal, engarzándolo en una cadena de culpas y redenciones arbitrarias de la que no sabe como desengancharse –manifestó el hombre con una humildad hija de la desolación cuando se halló nuevamente ante la diosa.

Ella fijó la mirada fría y oscura de sus ojos sin blanco y ejecutó un gesto desdeñoso.

–Contempla mi cuerpo y al tajo –ordenó con la voz que anuncia tormentas.

Elf O’Goso sacó su herramienta y se dirigió con resignación hacia la figura de la diosa. La contempló largamente, analizando primero con la vista y luego palpando las distintas texturas. La diosa permaneció inmóvil durante todo este proceso, como permanecería a partir de ese momento todo el tiempo que Elf O’Goso emplease en satisfacer su deseo. Finalmente, el hombre acometió la tarea.

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Quizá se podría tildar de cándido a aquel que haya creído a pies juntillas el relato de las emociones de Elf O’goso, sobre todo en este último día en que decidió salir a cazar su búfalo contra todas las predicciones; una prueba clara de que esperaba, si no premeditaba, los sucesos que le acontecieron, es que había llevado con él su herramienta. Honestamente, incluso el más comprometido de los artistas, cuando se toma un descanso, lo que pretende es pasear entre las flores –del tipo que estas sean–, permitir que sus sentidos se embriaguen de aromas –más o menos naturales– y escuchar preferentemente sonidos melódicos. Que Cúmulo de Viento le sorprendiera por tercera vez con su cincel deja atrás la mera sospecha para entrar de lleno en el mundo de la evidencia. Tal vez no podamos reprochárselo, porque, ¿quién renunciaría a quebrantar la prohibición de fijar plásticamente a su diosa más venerada –o al menos a la más temida– cuando es ella misma quién lo sugiere? Muestre la conducta que desee; a nadie engaña y es de consenso que Elf O’Goso goza con su encargo divino, más allá de las murmuraciones.

Cuatro días invirtió el maestro escultor en esta nueva etapa, de la que diosa y hombre quedaron plenamente satisfechos. Allí estaba Susurro de Viento en su forma humana: mujer esbelta, rostro duro y afilado, envuelta en la ondulante capa en la que viaja el Rumor y se oculta el Adulterio; la expresión fija en el momento en el que su voz ha desencadenado el Trueno y un remolino de aire en el lugar de las piernas, lo que la eleva sobre los simples mortales y la diferencia de ellos definitivamente.

–Que me place –anunció oficialmente, tras lo cual ambos intercambiaron una mirada de complicidad que provocó los celos de Viento Acumulado–. Pedazo de maldición te cae si fueres tan osado como para revelar este secreto –rompió el encanto, sin necesidad de elevar la voz.

Elf O’Goso hubiera deseado tener aire que expulsar, articulado o no, pero aquellas palabras le privaron de todo aliento, si no por otra razón, porque las creía con plena fe. En todo caso, tuvo la sensación de que alcanzaba a asentir antes de prosternarse como paso previo al total desplome suplicante.

–Te concedo un Búfalo –fue cuanto añadió la diosa, desapareciendo en mitad de un trueno que hizo que el escultor ni siquiera abriera los ojos que permanecían pegados a la tierra. Mucho tiempo después, cuando se fue atreviendo a pensar en moverse y más tarde a obedecer a esos pensamientos, levantó la cabeza y se encontró un búfalo ya convenientemente sacrificado según los ritos más ortodoxos y colocado sobre unas parihuelas. Miró apenas a su alrededor, intuyendo que la mejor forma de agradecer ese pago era cogiéndolo y marchándose con él tan rápido como se lo permitieran sus fuerzas.

Ya se sabe que el Rumor tarda más en apagarse que en encenderse, por lo que durante varios meses aquel recorrió las llanuras de los Iguanoks, a pesar de que Leng’Uaraz y todo su poblado encontraron sabrosa la carne de búfalo, resistentes los huesos con que construir armas y adornos, flexibles los tensos tendones para los arcos y mullida y cálida la piel. En general, fue una refutación bastante consistente. Nada quedó para el dios sol y ningún Iguanok engrosó las filas de las lombrices.

Respecto a lo que hizo Susurro de Viento con su Escultura o los mitos que se propuso o llegó a instaurar gracias a ella, permanece ignorado por este simple amanuense que escribe al dictado de otros de magia más poderosa, y que tal vez algún día se dignen compartir con él esa y otras historias.

***

Nota: El universo de Elf O’Goso aparece en los siguientes cuentos: Portacaquitas y Divina Hierática.

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2 pensamientos sobre “Elf O’Goso

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