Resultado: «El poder del templo perdido»

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por Jomra

Se escuchaban con fuerza los cánticos fervorosos hacia Si y hacia Ai Apaec, adoración y miedo mezclados durante la adoración de la diosa Luna y ante el dios degollador, esa noche era grande y todo mundo lo celebraba en la Huaca de Si. Todos menos Illuque Chumbi, absorto como siempre entre cientos de mapas y pergaminos.

Chomuña, el Cie-quich no estará contento si se entera de que no estás con el resto de sacerdotes –se escuchó la melodiosa voz de Chiya Suy desde el oscuro umbral de la puerta, se adivinaba esa sonrisa comprensiva que solía esbozar cada vez que le reprochaba su falta de atención a los asuntos comunes y su reclusión en esos antiguos textos.

–Esto es más importante, no sumo nada gritando por el favor de Ai Apaec –sin apartar la vista de los cueros e inscripciones–; además, nadie notará mi ausencia.

–Yo lo he notado –manifestó en tono firme y reconciliador mientras se acercaba a él, con toda la intención de jalarlo y sacarle de ese cuartucho mal iluminado.

Ella sí era consciente de la importancia de la ceremonia que se celebraba en su propia Huaca, de cómo no todos los días el Cie-quich visitaba sus dominios, por más que su palacio, la Huaca del Sol, estuviera a menos de mil varas de distancia. También conocía las intrigas que se daban en la Huaca de Si, el enfado del Sumo Sacerdote y la molestia en toda la casta clerical-guerrera ante las investigaciones de su pareja.

Cuando Illuque comenzó su meteórica carrera entre los de su clase, todos creyeron que sería el próximo Sumo Sacerdote, y así fue como consiguió, ni más ni menos, que Chiya, la bella tercera hija del segundo al mando de toda la nación en aquellos años, se casara con él al concertar el enlace que reforzaría su poder y las aspiraciones de la mano derecha del Cie-quich, apuntando como mínimo a la dirección de algún señorío importante.

Pero el ascenso entre los sacerdotes se vio truncado por la insistencia de Chumbi en buscar el «templo perdido», en aferrarse a una tradición de la que casi no había registros y tachada, desde hacía decenios, de blasfemia.

Sus logros en el campo de batalla y el apoyo que tenía entre sus clérigos directos hacía imposible para el Consejo Sacerdotal el castigar su actividad «exploradora», pero sí pudieron impedir los ascensos merecidos en tantas arenas de combate y tratados mágicos. Y quien más sufría esta situación no era el propio Illuque Chumbi, sino su sufrida mujer, Chiya Suy, apestada dentro de su propia familia y alejada de las exquisiteces e intrigas políticas propias de la Huaca del Sol.

–Venga, chomuña, o nos vamos o prendo fuego a esta sala –insistió Chiya jalándole con cierta fuerza.

Esta amenaza en tono jocoso, que vivía entre la broma y una posibilidad real, solía separar a Illuque de esas «investigaciones»; beso en la mejilla a la mujer y sumisión a sus deseos. Esta vez no sirvió, el sacerdote-guerrero tenía toda la atención sobre uno de los mapas, ya ni contestaba a Chiya Suy, solo importaba el contenido de esos dibujos mal grabados.

–¡Lo tengo! –bramó un excitado Illuque Chumbi–, carajo, lo he tenido todo este tiempo frente a las narices, ¡y es durante solo dos lunas llenas! –continuó, más para sí que para la perpleja Chiya.

Illuque Chumbi llevaba meses insistiendo en que pronto aparecería el templo, a él no le cabían dudas del hecho; no estaba seguro de cuándo, no totalmente –aunque sus sospechas se vieron confirmadas esa noche–. Era la ubicación lo que más problemas le daba; manejaba dos puntos demasiado distantes el uno del otro como para siquiera soñar en ir a ambos o mandar a algún fiel seguidor a uno de ellos, demasiado riesgo. Esta duda tan básica era fuente constante de burlas por parte de sus compañeros y superiores, e incluso alguno de sus directos subalternos se atrevía a picarle con el tema.

•••

De un golpe Illuque se paró, con el mapa y otros papeles abrazado, y salió disparado de la sala ante la mirada atónita y ya resignada de Chiya Suy. Illuque Chumbi se dirigió rápidamente a sus aposentos en el templo central, esquivó todas las zonas donde se desarrollaban las múltiples actividades festivas.

Comenzó a empaquetar las cosas que sabía que necesitaría; sus tablillas de conjuros, sin dudas, avituallamiento básico –lo que solía tener en la habitación valdría–; hojas de kuka –tanto para coquear como para los distintos usos medicinales conocidos–; agua en unos cuantos huacos de hermosa factura –con representaciones tanto de dioses como de la Vía Láctea, el Búho y el Águila como del Monstruo Cangrejo, Strombus o el de la Oscuridad, entre otras imágenes–; chullco; pescado seco y curado; sus principales cobres, esto es, una lanza, un mazo de púas, una honda, un cuchillo y, claro, unas estólicas; dejó el escudo –nunca le había gustado su uso–, se puso la camisola con las placas de cobre y plata por debajo de la demás ropa –detestaba con furia que se notara la protección que llevaba– y un collar de jade, el casco y un tocado felino que chocaba frente al cinturón de serpiente. Huachafo, así Chiya le llamaba entre risas, cada vez que le veía pertrechado. Ella no le entendía, al menos no en esa faceta.

No iba a cargar todo ese peso encima. Se dirigió directamente a los corrales y pidió una llama; cualquiera le valdría para hacerle cargar con sus cosas. Conocía bien al cuidador, y éste ni le hizo preguntas; le acercó un buen animal y le ayudó a cargarlo. Cuando se alejaba, escuchó un «buen viaje» de parte del guardador, estaba claro que entendía perfectamente que se estaba marchando en ese mismo momento.

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Casi cincuenta leguas le separaban de su destino, bañado por el río Chinchipe se encuentra el lugar marcado por esos documentos que tan bien guardaban el secreto del tempo itinerante, pero no era un camino como los que Illuque Chumbi acostumbraba, nada de ir por montes y desiertos, nada de poder tomar la mar, se tenía que adentrar entre montañas, para luego introducirse en la selva alta, ya en los límites del mundo conocido por sus exploradores. Pasaría cerca de Kumpi Mayu, en «el bosque rocoso», donde, en el viejo acueducto construido antes de que su pueblo tuviera memoria, él encontró la primera pista digna de ser fiable sobre este templo, ese poder que buscaba con tanto ahínco. Chumbi estaba tan apresurado como emocionado. Y temeroso.

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Exhausto. Total y absolutamente cansado se encontraba Illuque Chumbi cuando llegó a un gran claro, el único puñetero claro de todo esa maldita selva, ¿cómo podía haber tantos animales y alimañas en tan poco espacio? ¡y árboles! La niebla no abandonaba aquellas zonas y era difícil orientarse. Incluso la ya naciente luna llena no conseguía traspasar la espesa humedad, dando a los árboles un aspecto aun más amenazante que en la negrura absoluta de noches pasadas.

Chumbi pensó que llegaría con bastante tiempo. Tenía mucho que preparar, pero a duras penas, tras dos jornadas sin descanso, había llegado al claro marcado. Estaba totalmente solo en el medio de la nada. Rezaba a todos los dioses no haberse equivocado, pues no se sentía con fuerzas para volver.

La llama había perecido días atrás, posiblemente de alguna enfermedad contraída tras la mordedura de una rata o cualquier otro bicho viviente, él, ya febril, tuvo que abandonarla con buena parte de sus cosas, dejó la mayoría de los cobres y la camisola protectora, el tocado y algunos objetos más, los pocos que le quedaban tras el viaje; cargaba lo indispensable. La misión era clara: conseguir «El Poder», nada más importaba y, una vez que lo tuviera sus cosas serían totalmente inútiles; sirvieron durante el viaje, le mantuvieron vivo. Esperó.

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El ambiente fue haciéndose más y más pesado, lentamente. La frondosa vegetación del claro comenzaba a «aplastarse» de forma misteriosa. Ya estaba acá. Illuque Chumbi retrocedió con miedo, recelo y alegría, contenía la respiración sin darse cuenta. Entre la niebla empezó a perfilarse el sagrado y perdido templo, su contorno se hacía claro al apartar nieblas y reemplazarlas con piedra. Muy lentamente. Una eternidad para Illuque, que aun no confiaba en sus propios sentidos.

Y ahí estaba.

Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de un atónito Illuque Chumbi. Ni él se imaginó tan magnífico templo. Gigante, imponente, la pirámide escalonada que empequeñecía a la propia Huaca del Sol se alzaba, colosal, ante sus ojos. Una única puerta veía de frente y se dirigió hacia la misma.

Tenía una misión que cumplir, él no iba por la mera aventura, menos por un interés científico en la leyenda, lo tenía claro: debía conseguir el poder que se escondía tras esas paredes. No por él. Por su pueblo. Él veía la constante decadencia en que se sumían, cómo las guerras absurdas mermaban a su gente, cómo los líderes de su nación y los de las vecinas pactaban batallas con el único objetivo de capturar prisioneros de guerra para poder sacrificarlos. No iban a caer presa de algún enemigo superior; los wari, aunque molestos –cuya influencia y escaramuzas eran frecuentes–, rehuían un enfrentamiento territorial y frontal; ellos simplemente esperaban un fin que se acercaba. Los chamanes predecían –y él lo había visto en vívidos sueños– que los dioses les darían las espaldas y, simplemente, desaparecían. Uno de los ancianos aseguraba que así era el ciclo natural de las cosas, que una nueva ciudadela se levantaría sobre las ruinas del Sol y la Luna; una fuerte civilización emergería donde ellos habían fracasado. Pero Chumbi se negaba a aceptar tal destino; debía cambiarlo, y ese templo, el poder que otorgaba, era la llave.

La puerta mediría al menos tres brazas de alto y unas dos brazas y una vara de ancho, parecía una sola roca maciza –¡imposible!–, sin ornamentos de ningún tipo, salvo unas runas grabadas en ella. Él las conocía, todos estos años de estudio le había llevado a conocer ese idioma extraño, ya olvidado en todas las tierras conocidas.

–«Para acceder al Templo debe mostrar respeto» –leyó en voz alta.

¿Mostrar respeto? Uno de los huacos que había investigado contenía una serie de pictogramas de un hombre postrado ante la diosa Si y recitaba, en ese mismo idioma, una frase. Illuque Chumbi intentó recordar la literalidad de las palabras y no su traducción; lentamente pronunció una ininteligible frase.

Un fuerte ruido procedente de la puerta hizo sonreír a Illuque Chumbi. ¡Había funcionado! Tardó una eternidad pero comenzó a elevarse. Chumbi dio un respingo hacia atrás, atemorizado, al notar que salía oscuridad del templo. Según se abría el portal, la negrura avanzaba. ¿Cómo era posible aquello? Cuando hubo quedado despejada la entrada, un triángulo de noche absoluta cubría el espacio que la luz debía ocupar. Illuque no veía nada en dirección a la entrada del templo, ni al suelo que sabía que pisaba pero, en cambio, sí los árboles que cerraban el claro hacia los lados. No era posible y, sin embargo, estaba pasando.

Illuque Chumbi se irguió, tomó una fuerte bocanada de aire, hinchó el pecho todo lo que pudo y, con toda su fuerza y firmeza, cruzó el tenebroso umbral.

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¿Qué acababa de pasar? Illuque se levantó con gran dificultad del suelo. A tientas buscaba dónde apoyarse. No venía absolutamente nada y sentía el calor de la sangre bañar su rostro. Respiraba de forma entrecortada pero sin jadear; se sentía avergonzado pero no estaba seguro de qué. La puerta estaba cerrada. Intentó hacer un repasado de lo que había ocurrido: cruzó el pórtico del templo y la puerta se cerró de golpe; él, por puro instinto, saltó hacia delante mientras giraba el cuerpo hacia la entrada; escuchó un pequeño «clic» proveniente del suelo, ¡había activado algo! Sintió vergüenza y rabia por su torpeza. No tenía tiempo para lamentarse; en la negrura absoluta escuchó el inconfundible sonido de las flechas rompiendo el viento, y sus reflejos actuaron; esta vez se agachó con rapidez y rodó hacia un costado, tropezó con fuerza contra algo, no veía nada y, por un momento, perdió el conocimiento.

Se maldijo. ¿Cómo entró sin nada que iluminara? Obnubilado por la absoluta oscuridad, olvidó sus propias artes. Levantó una de las estólicas y realizó un pequeño conjuro, la base de la vara se iluminó cual antorcha. La sala donde se encontraba era diáfana, aunque llena de columnas. Podía ver su sangre en la esquina inferior de una de ellas, donde ahora se encontraba apoyado; y vio las marcas de las flechas en la roca de la misma.

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Llevaba ya horas dando vueltas por el inmenso laberinto que era aquel extraño templo; parecía más grande por dentro de lo que era por fuera. El ímpetu de Illuque Chumbi no se mermaba por lo que podía ser un gran fracaso; él sabía que la única esperanza se encontraba en el manuscrito, era toda la motivación que necesitaba para continuar su trayecto.

Finalmente, llegó ante una puerta dorada. Parecía de oro macizo sin nada ostentoso o decorativo a su alrededor, tan solo unas runas grabadas: «Donde no llega el ucumari triunfa el pacorrunto». Un galimatías sin sentido para Illuque. Recorrió muy despacio la sala en la que se encontraba; algo le debía servir. Buscó entre las rocosas paredes algún resquicio, palanca, texto… Pero nada.

Algo desolado, se sentó en el suelo, en el centro de la habitación, sacó la otra vara y la encendió con el conjuro de luz; quería más iluminación. Tenía que olvidarse de sus tierras y recordar dónde estaba, en una selva húmeda. ¿Qué era el ucumari? Le sonaba, y mucho. Se tranquilizó un poco e intentó recordar todo lo que había aprendido durante años de investigación: el ucumari es un mamífero inmenso, con garras afiladas, poderoso cual demonio; se lo había encontrado cuando viajaba rumbo al templo, lo evitó todo lo que pudo; erguido, le sacaría dos cabezas y pesaría tres veces lo que él. Mientras que el pacorrunto no es más que un pequeño primate de cola amarilla, lo vio muchas veces, incluso cazó y comió un par. ¿En qué podía vencerle? Las alturas.

Illuque Chumbi se acercó a la puerta, dejó una de las estólicas en el suelo, junto a la puerta, para conseguir una claridad de toda la misma independientemente de su posición, sacó un pergamino y lo leyó en voz alta y fuerte, comenzó a levitar hasta alcanzar un par de varas sobre el suelo, llegando así a la parte superior de la puerta. Intentó iluminar el interior del surco que queda entre el oro y la piedra, pero no pudo ver dentro, metió la vara luminiscente y la pasó con sumo cuidado, intentando seguir el tacto de la roca y el oro para ver si había algo extraño.

Ahí estaba, en el mismísimo centro de la puerta, donde la estólica a duras penas llegaba, un pequeño agujero que iba casi vertical en la propia puerta de oro. Introdujo como pudo la vara, intentando ver si presionaba algo… ¡Eureka! Un «clic» dio por buena su hazaña y la puerta dorada comenzó a abrirse. El corazón le latía con tanta fuerza que seguro su retumbar levantaba muertos.

•••

¡Más puertas! ¿Qué clase de broma pesada le jugaba el maldito templo? Una sala amplia, ovalada, llena de puertas igualitas, una vara de ancho y tres de alto, muy pegadas las unas con las otras, que tenían en el centro una anilla que parecía el mecanismo para abrir. Todas con un grabado que no podía entender del todo, otro acertijo, otra prueba. Se olía una evidente trampa, ¿cuál sería la correcta y cuál su muerte?

Aún levitando Illuque Chumbi se acercó a una de ellas, meditó el mensaje grabado mientras pasaba la mano sobre el mismo, decidió que la de su derecha tenía que ser la correcta, según entendía, jaló la anilla…

¡El suelo se abrió bajo sus pies! Si hubiese estado de pie habría caído sin dudas, pero aún flotaba; descendía lentamente para ponerse a vara y un codo del suelo, el cual no veía –ni quería ver, ni tampoco saber qué había al final de la trampa–; con cierta dificultad escapó de ese espacio abierto bajo sus pies.

Se sintió increíblemente estúpido al recordar que, entre los pergaminos que traía, uno servía para este tipo de situaciones. Dejó una de sus varas en el centro del salón, llegaba a iluminar tenuemente todas las entradas, incluso la ya abierta que solo daba a más piedra. Se dirigió al umbral de la puerta de oro, lejos de cualquiera de aquellas trampas o del premio, pero pudiendo ver todas. Sacó el mágico documento y lo comenzó a leer con voz clara, unas manos de fuego brotaron a su alrededor y se dirigieron hacia las anillas, jalaron todas a la vez, de modo que las trampas fueron activadas; vio como salían pinchos frente a una de las puertas, fuego por otra, caía una gran roca en una tercera, y así todos los artificios se activaron sin efecto alguno para él. Illuque sonrió para sí mismo, felicitándose por el pequeño triunfo, él no volvería a caer en las barucas de ese puñetero templo.

•••

Solo una de las puertas era merecedora de tal nombre, daba acceso a un largo pasillo. Sentía cómo su magia se debilitaba tras el rato que llevaba levitando y el conjuro de las manos flamígeras, así que descendió al suelo. Con cautela, y esquivando todos los obstáculos que ahora se encontraban en la destrozada sala, Illuque Chumbi lanzó una de las varas lumínicas hacia el pasillo para poder iluminarlo bien antes de cruzar.

Las baldosas del suelo tenían grabados. Esto llamó la atención de Chumbi, puesto que todo el suelo de este templo era piedra lisa, nada de marcas, ni señas ni adornos. En cambio este pasillo tenía baldosas hexagonales con tres signos, tres únicos motivos que se repetían. En uno reconoció al Dios Sol, en otro a la diosa Si, y el tercero le resultaba extraño, parecía dedicado a la serpiente, pero se encontraba metida en un círculo y a cada lado un relieve distinto.

Teniendo en cuenta lo que llevaba observado hasta el momento, estaba claro que tenía trampa la cosa. Con tiento, se agachó y se apoyó con fuerza en el Sol, atento a lo que pudiera pasar. ¡Fuego de las paredes! Un engrudo negro salía desde múltiples agujeros ardiendo con toda la fuerza; por un momento, todo el pasillo fue un verdadero horno.

Probó suerte con la luna, la divinidad a la que su casta y pueblo rendía especial tributo, cuyas fiestas abandonó al inicio de su aventura; de las paredes brotaron con especial fuerza y velocidad extrañas piezas metálicas, con forma de estrellas, que cortaban el viento girando sobre sí mismas, clavándose en las paredes rocosas del pasillo. Está claro que esa extraña y antigua cultura eran adoradores de la serpiente pero, ¿quién pondría una serpiente como suelo seguro? No dejó de pensar en el demonio-serpiente que algunos de los suyos adoraban y temían a la vez.

Illuque Chumbi suspiró; el haber levitado antes le había permitido abrir una puerta y salvar una trampa, pero desgastado demasiado como para repetir el truco, ¡con lo bien que le vendría ahora! Tendría que hacerlo como cualquier soldado, con pie firme, evitando los soles y las lunas, pisoteando las serpientes.

Tuvo que dar complicados brincos de un lado para otro, las baldosas con los círculos de serpiente eran los más escasos –se debió haber dado cuenta antes, lo escaso es lo seguro, en lo fácil está la trampa, regla básica de toda construcción segura–; más de una vez estuvo a punto de caer, pero consiguió llegar hasta una humilde puerta de madera, de escasas dos varas de alto y una de ancho, ¿tras ella se encontraría el manuscrito que tanto ansiaba?

No había mucho que explorar. Seguía en el pasillo, con el suelo lleno de aquellas trampas y la pared que rodeaba la puerta sin nada, absolutamente nada, inusual. Ni usual. Roca lisa. La puerta carecía de todo signo o escritura, nada de acertijos, nada de trampas, solo una puerta deslizante. Apoyó la mano con firmeza y la deslizó hacia su izquierda. Se abrió sin presentar la mínima resistencia.

•••

La luz de sus estólicas hechizadas se reflejó con fuerza por todas las paredes de la nueva sala que se abría ante sí, por un momento Illuque quedó deslumbrado y tuvo que parpadear varias veces hasta acostumbrarse a la nueva luminocidad.

Totalmente de oro. Un salón cóncavo y ovalado totalmente de oro, sin nada más que un atril de piedra en el centro con un pergamino. ¡El manuscrito! Tenía que serlo. Chumbi no se atrevía a cruzar el umbral, no después de todo lo que había pasado para llegar ahí; no iba a caer en una burda trampa más.

Una duda le corroyó, hizo que su fe temblara, ¿y si no tenía importancia alguna? ¿Y si ese manuscrito no contenía el secreto de ningún poder? Una macabra broma sería, crear tamaño templo, una trampa mortal véase por donde se vea, un recinto que aparece solo cuando los planetas y los dioses se alinean… No, Illuque Chumbi debía dejar esos pensamientos de lado, su objetivo estaba a unos pasos de él.

Se agachó y examinó el suelo con cuidado, buscando en el oro pulido que se extendía ante sí alguna marca que le indicara las trampas que guardaban esa sala, pero no hallaba nada. Incluso parecía que toda la cámara fuera un solo bloque de oro…

Puso un pie sobre la brillante superficie. Nada, no pasó nada. Caminó lentamente, midiendo sus pasos y con los cinco sentidos activados; nada ocurría, solo el eco de sus propias pisadas y el tenue castañear de sus dientes, no podía evitarlo.

Por fin llegó al atril, donde se encontraba su preciado premio –y el de toda su nación–, acercó una de las varas para poder leerlo:

«Solo los dignos alcanzarán el poder de los dioses –comenzaba el manuscrito en runas doradas bañadas en sangre– y con este poder solo a los dioses se puede servir.»

¿Qué podía significar eso?

Illuque Chumbi no tuvo tiempo de reflexionar sobre esas palabras; en ese momento, comenzó a sentir que su poder se restauraba totalmente y cada vez más y más poder sentía, comenzó a elevarse sobre el suelo y a emitir luz, ¡dolor!, comenzó a sentir como si ardiese desde dentro hacia fuera, y de fuera hacia dentro a la vez y gritó, gritó por el sufrimiento, gritó por el sentimiento de derrota, gritó por sentirse que no era digno del poder, gritó por su fracaso, y lloró.

Pero sí era digno.

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Cesó el dolor. Abrió lentamente los ojos. Podía verlo todo. Podía sentirlo todo. Illuque Chumbi era el Templo y el Templo era él. Sentía y veía la selva que rodeaba el claro donde él –el Templo– estaba posado, era parte de todos los animales que le rodeaban, él mismo era esos animales, era la consciencia. Y comprendió todo.

Comprendió que ahora él era el guardián del templo, que el Templo no era un lugar de adoración, sino de contención de esos dioses, de todos los niveles divinos, que jugaban con los humanos a su antojo, entendió el origen de aquel templo. En una gran guerra, tiempo atrás, los dioses habían derrotado a un guardián anterior de una civilización perdida, usando sus poderes sobrenaturales habían intentado destruir el Templo. Al no poder hacerlo, lo mandaron a vagar por el tiempo y espacio y, desde entonces, los dioses no habían hecho más que la vida imposible a los hombres y mujeres que poblaban la tierra, les habían arrebatado el verdadero libre albedrío, destruían y fundaban civilizaciones, preñaban a las mujeres contra su voluntad, castigaban a los inocentes y premiaban a los corruptos, evitaban su desarrollo y les prestaban un poco de sus poderes solo para hacerlos total y absolutamente dependientes de ellos. Nunca más.

Ahora él era el guardián, el Templo volvería a ser perenne y los dioses tendrían que vivir eternamente dentro del mismo; su propia sabiduría mágica, su propio y escaso nivel de control de lo divino, les daba una ventaja: tenía tanto el poder del Templo –como el antiguo guardián– como el de los dioses menores, tenía el conocimiento para pararlos en las guerras eternas que libraría contra ellos y estaba más que dispuesto a hacerlo. Él era digno, salvaría a su pueblo, no su pueblo-moche, sino su pueblo-humanidad.

No más dioses, no más magia, en el mundo de los hombres mientras él fuera el guardián del Templo. La paz y la guerra, la felicidad y el sufrimiento, serían única responsabilidad de las personas. Por primera vez en eones, la humanidad era libre, dueña de su propio destino, alejada de caprichos divinos.

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